Con una cámara al hombro
Una aproximación a las películas militantes (o a eso que se conoce como Tercer Cine)
De utopías y violencias
Corría la década del ‘60 y el mundo atravesaba un período particularmente convulsionado. Como telón de fondo, la Guerra Fría se empezaba a manifestar de formas diversas y en varios frentes a la vez, desde la Guerra de Vietnam hasta la carrera espacial. La Revolución Cubana había sido un éxito y, ante un inminente efecto contagio, Estados Unidos había comenzado a urdir su doctrina de la seguridad nacional; una política exterior que tenía como objetivo controlar la política interior de los países latinoamericanos, o lo que ellos consideraban su “patio trasero”. África se encontraba en pleno proceso de descolonización y los movimientos independentistas de Argelia y el Congo servían de fuente de inspiración para el mundo entero.
La década cerró con una serie de rebeliones populares a lo largo y ancho del globo en contra de las élites militares y burocráticas, cuyo auge se dio durante 1968. En enero tuvo lugar la Primavera de Praga, período de liberalización y democratización que impulsó un boom artístico pero que culminó en represión soviética pocos meses después. En Francia estallaron las revueltas estudiantiles conocidas como el Mayo francés y en México ocurrió lo propio, que desembocó trágicamente en la masacre de Tlatelolco. Hasta en las entrañas de los Estados Unidos se encendió la mecha. Las protestas en contra de lo que estaba ocurriendo en Vietnam llegaron a su punto más alto y el año concluyó con el asesinato de dos de los principales referentes de la lucha por los derechos civiles: Robert Kennedy y Martin Luther King.
Por esas épocas, nuestro país se encontraba regido por el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía que, adherido a la doctrina de la seguridad nacional estadounidense, se había encargado de suprimir los derechos gremiales y de reprimir toda huelga y actividad obrera habida y por haber. Uno de los rasgos distintivos de este gobierno era su intolerancia hacia las universidades, consideradas “cuna de la subversión y el comunismo”, lo que llevó a la censura de actividades en ciertos centros de estudiantes y más notoriamente a la Noche de los Bastones Largos. No es de extrañar entonces que tiempo más tarde, en mayo de 1969, tuviera lugar el Cordobazo: una insurrección popular que nucleó como nunca antes a estudiantes y referentes sindicales.
Como brazo armado de lucha contra el onganiato, también en 1968, se habían fundado las FAP (Fuerzas Armadas Peronistas), organización dedicada a la guerrilla urbana que con el tiempo se fue fraccionando y muchas de sus escisiones se integraron a otros grupos de tendencia peronista o marxista-leninista, como Montoneros o el PRT-ERP. Cercanos ideológicamente a este grupo, pero con una cámara al hombro en lugar de un fusil, apareció un grupo de cineastas que dedicó su vida a transmitir la profunda importancia de la lucha por derrocar a la dictadura ilegítima de turno. Se llamó Grupo Cine Liberación y fue fundado por Octavio Getino, Gerardo Vallejo y Fernando “Pino” Solanas.
Ese mismo año se había fundado en Europa el Grupo Dziga Vertov, al mando de Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin, que se definía como una agrupación de ideología marxista brechtiana. Con el objetivo de restarle importancia a política de los autores de la que tanto venía hablando la nouvelle vague, sus películas estaban firmadas por el grupo como entidad y no por un autor en particular, priorizando el hecho político antes que la individualidad. Bajo la influencia de estos vientos del este, pero ante un panorama infinitamente más riesgoso que el de sus pares europeos, el Grupo Cine Liberación empezó a darle forma a su filmografía.
Puede que su primer trabajo haya sido su obra más influyente; una película filmada en clandestinidad, editada de incógnito (no olvidar que por esas épocas para cortar y pegar negativo necesitabas una nada discreta moviola) y finalmente estrenada en un circuito paralelo que incluía unidades básicas, barrios populares y sedes gremiales. Claro que estoy hablando —cuando no— de La hora de los hornos (1968), esa obra trascendental de la historia del cine argentino que llevaba al extremo las teorías de montaje del soviético Eisenstein para despertar en el espectador un genuino impulso revolucionario; una película-acto diseñada con el objetivo de perturbar la pasividad de quien estuviera mirando.
La película contaba con unas cuatro horas y media de duración total y estaba dividida en tres partes: “Neocolonialismo y violencia”, “Acto para la liberación” y “Violencia y liberación”. Desde lo formal, combinaba un potente montaje de atracciones de material de archivo con intertítulos animados que interpelaban directamente al espectador para dar cuenta de las formas que había tomado el colonialismo cultural en Argentina y la región, con la oligarquía terrateniente como principal cómplice, y se inspiraba en las teorías Frantz Fanon que bregaban por la consolidación de un nacionalismo de inclusión como principal herramienta de lucha en el Tercer Mundo, marco teórico constituido durante la independencia de Argelia.
A todo esto, Getino y Solanas habían formado una muy buena relación con el sector más combativo de la CGT de los Argentinos, y así como desde mayo del ‘68 Rodolfo Walsh había quedado a cargo del Semanario CGT, al Grupo Cine Liberación se le dio la tarea de realizar el noticiero cinematográfico conocido como los “Cineinformes de la CGT”. Esta próspera relación con el sector gremial fue el factor que llevó a que La hora de los hornos encontrara un primer gran circuito de exhibición, donde confluían sectores medios, estudiantes y el movimiento obrero.
Ya con este esquema clandestino de exhibición y distribución sistematizado y consolidado, y luego de que tuvieran lugar el Rosariazo, el Cordobazo y otros grandes levantamientos populares, el núcleo del Grupo Cine Liberación lanzó una iniciativa para realizar un gran documental colectivo con el objetivo de representar estos acontecimientos. Así fue que nació el efímero grupo conocido como los Realizadores de Mayo, conformado por un grupo un tanto más heterogéneo desde lo ideológico, con integrantes que no sólo adscribían al peronismo de izquierda sino también al marxismo-leninismo y al trotskismo.
El resultado de esta experiencia fue la película episódica que lleva el nombre de Argentina, mayo de 1969: los caminos de la liberación (1969), de la que hoy se conservan pocos fragmentos pero que resulta un material ecléctico y fascinante. En ella convivían 9 pasajes entre los que se encontraba un corto teñido de humor ácido a cargo de Eliseo Subiela, donde una conductora te enseñaba cómo armar una molotov cual programa de cocina, una propuesta un tanto más contemplativa de la mano de Rodolfo Kuhn —uno de los referentes de la generación del ‘60— y hasta incorporaba momentos protagonizados por dibujos animados de la mano del ilustrador Jorge “Catú” Martin —sí, el padre de Matías Martin—, que también se había encargado de los icónicos intertítulos de La hora de los hornos.
Un poco a regañadientes del grupo, el realizador Enrique Juárez luego decidió cortarse solo para producir su propio acercamiento al Cordobazo, reestructurando el material de archivo a modo de collage y con ánimos un tanto más experimentales, en una película que llevó el nombre de Ya es tiempo de violencia (1969). Como dato de color para dar cuenta de lo excéntrico de la propuesta, la película cuenta con un fragmento donde se muestra la visita de Rockefeller a la Argentina musicalizada por “Rocky Raccoon” de los Beatles. Este gesto individualista de Juárez, combinado con cierta incompatibilidad ideológica, fue lo que provocó que Realizadores de Mayo se disolviera poco tiempo después de la realización de su primera y única película.
Ese mismo año Solanas y Getino escribieron un artículo —publicado en la revista cubana Tricontinental— que se transformó en un manifiesto para todos los realizadores de la época; un texto titulado “Hacia un tercer cine”, donde se decía que “Tercer Cine es para nosotros aquel que reconoce en la lucha antimperialista de los pueblos del Tercer Mundo la más gigantesca manifestación cultural, científica y artística de nuestro tiempo, la gran posibilidad de construir desde cada pueblo una personalidad liberada: la descolonización de la cultura”.
La existencia de un Tercer Cine daba cuenta de la existencia de un primer y un segundo cine. Por un lado, el primer cine se identificaba con las producciones del Hollywood industrial, incluyendo todas sus convenciones e institucionalidades formales; un modelo comercial de estructuras y códigos narrativos nacidos “para satisfacer las necesidades culturales y económicas del capital financiero americano”. Por el otro, el segundo cine se concebía como una respuesta al primer cine; un acercamiento “de autor” donde lo valorable es la expresión individual de los realizadores, relacionado con las nuevas olas que surgieron durante los ‘60, y que por indiviualista era visto como un capricho burgues lejos de cualquier impulso descolonizador.
En contraposición a estas dos tendencias históricas, el Tercer Cine tenía como condición un abordaje social y político a cuestiones coyunturales con el objetivo de denunciar las trágicas consecuencias del colonialismo imperialista, mantener viva la memoria histórica y de despertar en el espectador un compromiso y un impulso genuinamente revolucionario. Un cine sin ambiciones comerciales ni pretensiones autorales, donde el foco estaba puesto en la película como acto político y donde los realizadores estaban más cerca de considerarse militantes que directores de cine.
En su manifiesto, Solanas y Getino establecían que “el cine tenía una razón de ser: contribuir, mediante el conocimiento liberador, a la formación de una conciencia revolucionaria”, concepto cercano a lo que el mismo año planteó el brasileño Glauber Rocha en su ya abordado ensayo “Estética del hambre”.
Por fuera de la experiencia argentina, el Tercer Cine se manifestó a través de toda latinoamerica. Por ejemplo, en Bolivia apareció el Grupo Ukamau, que buscaba reivindicar las raíces originarias de su pueblo y que produjo la primera película hablada por completo en aimara: Ukamau (1966) de Jorge Sanjinés; en Cuba se consolidó un movimiento conocido como Cine Imperfecto, que hacía hincapié en cómo se vivía antes y después de la revolución; en Brasil, de la mano del mencionado Glauber Rocha, se instauró el Cinema Novo como forma de expresión propiamente brasileña que fagocitaba los formalismos europeos para darles un sentido propio y transgresor. En su conjunto, un variopinto puñado de películas que se escapaba por los márgenes de cualquier expresión cultural parida desde los focos imperialistas.
Volviendo a nuestros pagos, la popularidad de la propuesta cinematográfica de Solanas y Getino entre los militantes locales les valió la atención de cierto general que, de momento, estaba exiliado en Puerta de Hierro, Madrid. El dúo expresó sus intenciones de viajar a entrevistarlo y la respuesta fue positiva al punto de que el general cerraba su carta diciendo que se comprometía esforzarse como “actor” para “dar vivencia a los hechos, tratando de no caer en una fría exposición académica y menos aún en una lata insustancial”.
Y así fue como nacieron dos películas fundamentales para la formación militante de la época, estrenadas de forma clandestina durante 1971: La revolución justicialista y Actualización política y doctrinaria para la toma del poder. En pocas palabras, ambas películas consistían en Juan Domingo Perón hablando a cámara sobre su visión del mundo, los logros obtenidos durante su gestión, su tercera posición como herramienta de lucha frente el neocolonialismo y, por sobre todas las cosas, la importancia del rol de una juventud efervescente que tenía la posibilidad de “convertirse en artífice de su propio destino”.
Siguiendo la cronología, no podemos dejar de mencionar Operación Masacre (1973) de Jorge Cedrón —sí, el tío del de Cha Cha Cha—, cuya adaptación de libro a guión fue obra del mismísmo Rodolfo Walsh y que contó con un elenco estelar con figuras como Norma Aleandro, Victor Laplace y Ana María Picchio, una rareza absoluta dentro del cine militante filmado de forma clandestina. La película estaba narrada en primera persona y protagonizada por Julio Troxler, histórico militante que había sobrevivido en carne propia a los fusilamientos de José León Suárez; uno de aquellos “fusilados que vive”. Se dice por ahí que Operación Masacre fue la película más exhibida en clandestinidad y recién pudo estrenarse durante la primavera camporista, cuando Octavio Getino pasó a intervenir el Ente de Regulación Cinematográfica del INCAA.
Esta no fue la única película en la que Troxler sacó a relucir sus dotes actorales. En 1972 tuvo un rol clave en Los hijos de Fierro (1984) de Pino Solanas, película que empezó a rodarse en la clandestinidad, continúo su producción abiertamente durante el breve instesticio de Cámpora y tuvo que volver a la clandestinidad debido a la Triple A y luego a la última dictadura militar, para por fin estrenarse en democracia más de diez años después del incio de su rodaje. Para construir su argumento, Solanas tomó La vuelta de Martín Fierro como base de una metáfora bastante evidente que versaba sobre el devenir de los últimos años de historia argentina, con Fierro como representación de aquel líder exiliado que finalmente regresaba para reencontrarse con sus hijos pródigos.
También en 1972 comenzó a girar por ahí una de las grandes películas perdidas del cine militante: Los Velázquez de Pablo Szir, basada en un ensayo del sociólogo Roberto Carri —sí, el padre de la directora Albertina Carri—. Su argumento seguía a dos forajidos que pasaban a transformarse en los Robin Hood de su pueblo, robando a estancieros para compartir su botín con los más necesitados. Hay registros de que Jorge Cedrón habría enviado una lata con la película a Cuba pero la copia, hasta el día de hoy, no fue encontrada. Sólo nos queda el guión y algunas fotos del rodaje.
Y fue en ese particular y exageradamente convulso año ‘73 que se filmó una de las películas más osadas y logradas —tanto política como estéticamente— de toda esta interesante cosecha. Claro que estoy hablando de Los traidores de Raymundo Gleyzer, que narra la historia de un sindicalista que pasa de ser un aguerrido luchador por las causas de sus pares a un aburguesado burócrata que sólo vela por los intereses de la patronal. A diferencia de Solanas y Getino, Gleyzer estaba más cerca del marxismo-leninismo tradicional que del peronismo de izquierda, y la película se encargaba de atacar directamente a uno de los hombres de confianza más cercanos al propio Perón, ya que su protagonista estaba muy inspirado —por no decir calcado— en José Ignacio Rucci.
Hay que decir que Gleyzer no era ningún improvisado. Desde mediados de los ‘60 venía trabajando en una filmografía que incluía un puñado de cortos de alto calibre político donde se destacaban Swift (1971) —sobre el secuestro del cónsul inglés Stanley Sylvester, a raíz de un conflicto gremial— y Ni olvido ni perdón (1972) —alrededor de la Masacre de Trelew y sus sobrevivientes—. En el ‘73 también había estrenado su primer largo en el extranjero: México, la revolución congelada, un ensayo socio-político que iba desde la Revolución Mexicana hasta la mencionada masacre en la Plaza de Tlatelolco en 1968.
Con la realización de Los traidores fue que Gleyzer terminó de consolidar su propia agrupación de cine militante, conocida como Grupo Cine de la Base, que se dedicó a organizar proyecciones de sus películas en barrios, escuelas, universidades y fábricas. Ante del advenimiento de la Triple A, el grupo tuvo que exiliarse y fue desde Perú que realizó una de sus últimas producciones, justamente titulada Las AAA son las tres armas, un corto que montaba imágenes documentales sobre fragmentos narrados de la “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar” de Rodolfo Walsh. Trágicamente, Gleyzer decidió volver a la Argentina en mayo de 1976.
Tanto Raymundo Gleyzer como Enrique Juárez y Pablo Szir hoy pertenecen a la larga lista de detenidos/desaparecidos durante la última dictadura militar; Jorge Cedrón, por su parte, fue asesinado de forma misteriosa en el aeropuerto de París cuando se disponía a regresar a suelo nacional.
Por todos ellos, y por los más de 30.000 detenidos/desaparecidos, hoy volvemos a decir nunca más.
Como cada año, nos vemos en la plaza.
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Santiago 👽
Santiago Martínez Cartier nació en Buenos Aires en 1992. Se define como escritor de ciencia ficción. Lleva seis novelas publicadas desde el 2014 hasta la actualidad. Forma parte de Criolla Editorial. Colaboró como redactor en diversos sitios especializados en cine y literatura, como Hacerse la crítica, House Cinema y El Teatro de las Voces Imaginarias, entre otros. Produjo el audiolibro El quinto peronismo en formato radioteatro, adaptación de su novela homónima. Organizó eventos culturales y programó y presentó ciclos de cine. Palermo Dead (2021), una sucesión de relatos de terror que transcurren en un edificio maldito construido sobre el Cementerio de la Chacarita, es su último libro.