Bajo el calor árido y polvoriento, un hombre camina solo. Cansado, avanza sobre la carretera que une Jerusalén con Jericó. De repente se pone en estado de alerta al escuchar pasos intrusos. Unos bandidos lo asaltan de un momento a otro: lo despojan de sus ropas, lo golpean con violencia y lo dejan malherido. Con el último resto de sus fuerzas, el viajero logra arrastrarse hacia un lado del camino y se desploma sobre el polvo. Un silencio ensordecedor augura su prematuro final.
En eso, un sacerdote se aproxima a paso acelerado. Se topa con el herido, pero se desentiende de la situación. Sigue de largo como si nada hubiera visto. Apenas minutos más tarde, un levita se acerca y la escena se repite. A pesar de distinguir al viajero herido entre la polvareda, opta por seguir su camino sin ofrecer su ayuda.
El viajero se encomienda al destino, sin esperanzas de que alguien vaya en su socorro, hasta que aparece un samaritano. No sólo se detiene al compadecerse de él, sino que se toma su tiempo para evaluar su estado, le cura las heridas con vino y aceite, lo sube a su propia montura, lo lleva a un alojamiento y lo cuida. Al otro día el samaritano debe partir, pero le deja dos monedas de plata al posadero y le pide que por favor cuide al viajero caído en desgracia. Asegura que incluso volverá para hacerse cargo de cualquier gasto extra de ser necesario.
Por supuesto, esta es la parábola del buen samaritano —narrada en Lucas 10:25-37—, una puesta en crisis de la religiosidad de la época y, sobre todo, un desafío directo a sus autoridades y referentes. En este relato, el sacerdote y el levita, figuras centrales del culto y la ley, evitan voluntariamente ir en auxilio del prójimo, mientras que un samaritano, oriundo de la región de Samaria y por entonces estigmatizado como paria, es quien decide poner en pausa su propia vida para priorizar la de alguien más.
Es en esta parábola que el pontificado de Francisco encontró su norte; un horizonte de ideas y valores que pone a la compasión y a la misericordia por encima de cualquier otro factor, relegando la procedencia de origen, la ideología e incluso las creencias personales, a un segundo plano. Desde un primer momento, al despojarse de hábitos y protocolos ostentosos propios del devenir de la estructura institucional vaticana, Francisco se presentó a sí mismo no como una figura de autoridad férrea, sino como un servidor dispuesto a mancharse las vestiduras para tenderle una mano a los heridos del mundo.
Según narró el propio Francisco en su autobiografía Esperanza (2025), el “bautismo público de su pasión política” también fue en defensa de los desposeídos y marginados. La escena tuvo lugar cuando él tenía alrededor de quince años y se encontraba compartiendo un almuerzo familiar con sus tíos radicales conservadores; en sus propios términos, “muy gorilas”. Parece ser que su tío en particular estaba empecinado en criticar duramente el gobierno de Perón y a Eva le adjudicaba llevar una “mala vida” por haber sido actriz de cine.
Indignado por el tono clasista y despectivo de su tío, el Bergoglio adolescente le respondió: “pero Eva ayuda a los pobres, ¿tú los ayudas?”. En un rapto de ceguera, tomó en sus manos un sifón y roció la cara de su tío con agua de seltz. Exasperada, su tía lo sacó de la habitación y al rato todos se reconciliaron en familia, pero este hecho marcó un hito en el sentir y el hacer del joven. Un despertar ante las desigualdades sociales y una simpatía particular por la vertiente más solidaria del peronismo, ligada justamente a la doctrina social de la iglesia.
Tras concluir sus estudios secundarios y trabajar algunos veranos en una fábrica de medias, Bergoglio tuvo que operarse del pulmón al sufrir una grave neumonía. Durante la convalecencia, dice que las palabras que más lo ayudaron fueron las de sor Dolores: “estás imitando a Jesús”. El dolor no cesó, pero pudo resignificarlo, y comenzó a replantearse si debía consagrarse totalmente al servicio de la Iglesia. Le atrajeron especialmente tres rasgos de los jesuitas: la vida en comunidad, la labor misionera y la disciplina. Tras conversar con su padre espiritual, Enrico Pozzoli, decidió dar sus primeros pasos dentro de la estructura católica.
En 1958 entró, con unos veinte compañeros, al noviciado de la Compañía de Jesús en Córdoba. Sus recuerdos son de un ritmo de vida austero, marcado por la meditación desde las seis de la mañana, los “oficios humildes” (limpieza, cocina, refectorio) y las clases de latín, griego y retórica. Después de completar la filosofía y la teología, Jorge Mario Bergoglio fue ordenado sacerdote el 13 de diciembre de 1969, durante la fiesta de Santa Lucía, en el jardín del Colegio Máximo de San José. Aquel día escribió su propia confesión de fe, que incluía pasajes como este: “Creo que los demás son buenos y que debo amarlos sin temor y sin traicionarlos nunca buscando una seguridad para mí. Creo en la muerte cotidiana, quemante, a la que huyo, pero que me sonríe invitándome a aceptarla”.
Durante su formación filosófica y teológica escuchó a Juan Carlos Scannone, uno de los principales promotores de la teología del pueblo en Argentina, cuya visión de una fe encarnada en la justicia social influyó decisivamente en su pensamiento. En la misma línea, estableció un fuerte vínculo con Amelia Podetti, filósofa y ensayista que militaba en la organización peronista (de corte humanista católico) Guardia de Hierro. Desde su ya mítica revista Hechos e Ideas, Podetti promovía una visión del peronismo anclada en el pensamiento nacional y latinoamericano, también con potente raigambre en las ideas de la teología del pueblo.
Este período de interacción con Podetti y su entorno contribuyó a moldear la visión pastoral y social de Bergoglio, que más tarde se reflejaría en su pontificado, especialmente en su énfasis en las periferias, la justicia social y la opción preferencial por los pobres. Tras sus primeros años de ministerio y, ya como maestro de novicios, profesó sus votos perpetuos (los cuartos y últimos) el 22 de abril de 1973 en San Miguel, confirmando así su devoción y su disponibilidad absoluta para la Compañía de Jesús.
En marzo de 1976, cuando los tanques tomaron las calles de Buenos Aires y la Junta Militar desplegó su poder represivo sin cuartel, Jorge Bergoglio era ya Provincial de los jesuitas en Argentina, responsable de la seguridad y el destino de todos los religiosos de su orden. Ese rol lo ubicó en un terrible dilema: debía proteger a sacerdotes y laicos sin convertirse en cómplice de un régimen que secuestraba, torturaba y hacía desaparecer a quienes cuestionaban su autoridad. La Compañía de Jesús, con miles de miembros en todo el país, necesitaba un líder que equilibrara prudencia y valentía, y Bergoglio eligió operar en la sombra, organizando rutas de escape seguro para quienes corrían riesgo de detención.
En 2005 el siempre controversial (por no decir poco confiable) Horacio Verbitsky recogió testimonios sobre la inacción e, incluso según él, complicidad de Bergoglio en su libro El silencio, donde afirmaba que el Provincial jesuita retiró la protección a dos sacerdotes —los padres Franz Jalics y Orlando Yorio—, dejándolos expuestos ante el despiadado régimen. Sin embargo, investigaciones posteriores y testimonios directos reconstruyeron una labor paralela y poco conocida: bajo la coordinación de Bergoglio funcionó una red clandestina que facilitó la huida de decenas de perseguidos hacia Uruguay y Brasil.
El periodista Nello Scavo documentó estos casos en La lista de Bergoglio (2013) y Aldo Duzdevich hizo lo propio en Salvados por Francisco (2019), detallando cómo los jesuitas escondían a sindicalistas, estudiantes y militantes y les proveían pasaportes falsos y opciones de escape. De hecho, Bergoglio intercedió directamente frente Massera y Videla respectivamente por los sacerdotes Jalics y Yorio, quienes finalmente fueron liberados.
Con el retorno de la democracia, Bergoglio profundizó en su vida académica: entre 1980 y 1986 fue rector del Colegio Máximo de San Miguel y de la Facultad de Filosofía y Teología de la misma institución. En mayo de 1992 fue nombrado obispo auxiliar de Buenos Aires y en febrero de 1998 sucedió a Antonio Quarracino como arzobispo metropolitano, cargo desde el cual intensificó su atención a villas y asentamientos periféricos, ganándose el mote de “arzobispo de los pobres”. Durante los años 90 consolidó su estilo pastoral: misas en cárceles, visitas sin escoltas y un consejo constante a sus sacerdotes para “mancharse las manos” con la realidad de la gente.
Entre el cambio de milenio y su elección papal, Bergoglio pasó de ser un pastor discreto pero inquieto a un líder incómodo para el poder político, mientras abría la puerta de la Iglesia a las voces de la base social. Los comienzos de los 2000 estuvieron marcados por su cercanía creciente con los excluidos y sus críticas al kirchnerismo emergente; pocos años después, su impulso de convocar y ordenar espiritualmente a los Movimientos Populares marcaría un antes y un después en el vínculo de la Santa Sede con los nuevos descamisados.
Finalmente, la reputación de Bergoglio como “hombre del territorio” llegó al Colegio Cardenalicio. En el cónclave de marzo de 2013, tras poco más de 24 horas y unas cinco votaciones en total, el humo blanco coronó al jesuita argentino como Papa Francisco. Su nombre evocaba humildad y cercanía: en lugar de elegir un nombre papal tradicional o histórico, optó por “Francisco” en homenaje al santo de Asís, símbolo de pobreza, paz y austeridad.
Nada más ser electo, Francisco sorprendió al declinar la pompa del palacio papal y elegir la Casa de Santa Marta como residencia. Se asomó al balcón y pidió a sus fieles que rezaran “unos por otros para que haya una gran fraternidad”, señal inequívoca de que su centro no sería la Curia, sino el pueblo. Así nació la leyenda del autoproclamado “Papa del fin del mundo”: un pontífice dispuesto a salir de Roma para buscar a quien nadie más buscaba y a representar sobre todo a las periferias.
Pocos meses después, en julio de 2013, Francisco realizó su primer viaje apostólico a la isla italiana de Lampedusa, un punto crítico en la crisis migratoria europea. Conmovido por las tragedias de migrantes que perdían la vida en el mar, el Papa lanzó una corona de flores al Mediterráneo en memoria de los fallecidos y denunció la "globalización de la indiferencia" que lleva a las sociedades a volverse insensibles al sufrimiento ajeno. En su homilía, cuestionó: "¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas?".
Este compromiso con los marginados continuó a lo largo de su pontificado. En marzo de 2021, Francisco viajó a Irak, convirtiéndose en el primer Papa en visitar ese país. Su visita incluyó una parada en Mosul, una ciudad devastada por el conflicto con el Estado Islámico. Allí, en medio de las ruinas, oró por las víctimas de la guerra y abogó por la reconciliación y la paz entre comunidades de diferentes credos.
A través gestos y viajes como estos, Francisco consolidó su imagen como un líder espiritual que no temía acercarse a las heridas del mundo. Su papado fue una constante invitación a mirar más allá de uno mismo y a actuar con compasión hacia los más vulnerables al igual que el buen samaritano, recordando que la verdadera grandeza de la Iglesia reside en su capacidad de servir a los demás.
Por supuesto, el pontificado de Francisco se distinguió también por un legado filosófico y teológico que buscó redefinir la Iglesia en el siglo XXI. Una de las metáforas centrales de su pensamiento fue la del poliedro, que utilizó para describir la unidad en la diversidad. A diferencia de la esfera, donde todos los puntos son equidistantes y uniformes, el poliedro representa una estructura con múltiples caras, cada una distinta pero formando un todo armónico. Esta imagen reflejaba su visión de una Iglesia que abraza la pluralidad cultural y social sin perder la unidad.
Sus dos grandes encíclicas —Laudato Si’ y Fratelli Tutti— trazaron nuevas cartografías éticas: una que invita a cuidar la “casa común” y otra que convoca a la “fraternidad universal”. A ese andamiaje doctrinal se suman los cinco principios de la exhortación apostólica Evangelii Gaudium —primerear, involucrarse, acompañar, fructificar y festejar—, que delinean el rostro de una Iglesia que buscaba renovarse y acercarse lo más posible a su pueblo.
Para cerrar en algún lado, porque esto es realmente inabarcable, Francisco legó una clave de acción política y eclesial: “el tiempo es superior al espacio”. Con ello advirtió contra la obsesión por el poder inmediato —los “espacios” de influencia— y recordó que lo decisivo es sembrar procesos que maduren con paciencia y convicción.
En el mejor de los casos, la transformación que inició apenas comienza: el tiempo vence al espacio y su legado vivirá en la esperanza de lograr construir un mundo verdaderamente fraterno.
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Santi 👽
Santiago Martínez Cartier nació en Buenos Aires en 1992. Se define como escritor de ciencia ficción. Lleva seis novelas publicadas desde el 2014 hasta la actualidad. Edita libros y produce eventos como parte de Criolla Editorial. Colaboró como redactor en diversos sitios especializados en cine y literatura, como Hacerse la crítica, House Cinema y El Teatro de las Voces Imaginarias, entre otros. Produjo el audiolibro El quinto peronismo en formato radioteatro, adaptación de su novela homónima. Organizó varietés culturales y programó y presentó ciclos de cine. Palermo Dead (2021), una sucesión de relatos de terror que transcurren en un edificio maldito construido sobre el Cementerio de la Chacarita, es su último libro de ficción. Recientemente publicó Picnic sideral: Algo en qué creer (2023) y acaba de publicar Picnic sideral: Las fuerzas del cielo (2024), ambas coproducciones entre Mate y Criolla.
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