Encuentros con hombres notables
Para un acercamiento a la doctrina mística de George Gurdjieff
De la ortodoxia al esoterismo
Para finales del siglo XI, las tensiones entre las sedes cristianas de Roma y Constantinopla ya no eran meros entredichos alrededor de asuntos teológicos; se habían convertido en barreras culturales y políticas cada día más insostenibles. Las diferencias entre ambas tradiciones se habían agudizado, alimentadas por un contexto de desconfianza mutua sobre la autoridad espiritual. Desde hacía siglos, la Iglesia de Roma, en Occidente, y la Iglesia de Constantinopla, en Oriente, desarrollaban prácticas, lenguajes e interpretaciones que diferían entre sí en términos sustanciales.
Uno de los grandes parteaguas teológicos de este enfrentamiento se dio ante la inclusión de la cláusula Filioque en el Credo, una adenda occidental a lo establecido por los concilios de Nicea y Constantinopla. En apariencia simple, esta adición consistía en tan solo una frase que sostenía que el Espíritu Santo procedía “del Padre y del Hijo”. Esto resultaba inaceptable para la teología oriental, que creía que el Espíritu Santo procedía sólo del Padre, como establecía el texto griego original de las primeras versiones de la Biblia.
Ante tal dilema, los teólogos orientales argumentaban que el Filioque distorsionaba la comprensión de la Trinidad al implicar una “doble procesión” del Espíritu Santo, algo que ellos creían incompatible con la idea de que el Padre era la única fuente de la divinidad. Según estos teólogos, el Filioque reflejaba la influencia de San Agustín que tendía a racionalizar la teología, algo que consideraban una desviación de la tradición mística de Oriente. Otros aseguran que el origen del conflicto no fue sólo teológico sino también político: la introducción unilateral de la cláusula fue vista en Oriente como una ruptura de la comunión.
Este percance, que a ojos de un tercero puede ser visto como la disputa por un detalle ínfimo, desencadenó una oleada de discusiones, posicionamientos y divisiones que persistieron durante siglos. Así fue como llegamos al Gran Cisma, en el año 1054, la división formal que finalmente separó a la Iglesia en dos ramas: la Iglesia Católica en Occidente y la Iglesia Ortodoxa en Oriente. De esta manera, el cristianismo ortodoxo se terminó de cristalizar como una tradición distinta, con Constantinopla como centro espiritual.
Apenas unos años antes había tenido lugar la conversión de la Rus de Kiev, un conjunto de estados medievales ubicados en lo que hoy es Ucrania, Rusia y Bielorrusia. Hasta ese entonces, la población local oscilaba espiritualmente entre distintas creencias, que iban desde el paganismo eslavo y cierta influencia nórdica hasta el animismo y el chamanismo.
El encargado de llevar adelante este proceso de conversión había sido Vladimír I, quien decidió optar por el cristianismo ortodoxo después de un largo proceso de deliberación en el que exploró varias religiones monoteístas. Nuevamente, esta determinación estuvo basada sobre todo en el pragmatismo político: a diferencia del catolicismo romano, el cristianismo ortodoxo ofrecía una conexión directa con el Imperio Bizantino, el cual ejercía una fuerte influencia en los asuntos de la región. Además de una potencia militar, era un imponente centro cultural y comercial, cuya influencia Vladimír deseaba para elevar el estatus de su propio reino.
Desde entonces, se considera a la conversión de la Rus como el hito fundacional de la Iglesia Ortodoxa Rusa, en conmemoración a ese preciso momento en que Vladimír I fue bautizado y adoptó la confesión religiosa para desposar a Ana Porfirogéneta, princesa bizantina y hermana de Basilio II, a quien apodaban el Matador de Búlgaros. Ana resultó una pieza fundamental para la cristianización de la Rus al oficiar de consejera religiosa de Vladimír y ponerse al hombro la fundación de un gran número de iglesias y conventos.
A lo largo de esos mismos años y en latitudes no tan lejanas, otra doctrina mística se estaba consolidando por fuera de cualquier disputa institucional: el sufismo. Esta corriente del islam había nacido como respuesta a cierta élite con intereses profundamente materiales que había surgido tras los primeros siglos de expansión islámica. Los sufíes reaccionaron contra el lujo y el poder mundano que observaban en algunos líderes religiosos y políticos de su tiempo, y se propusieron buscar una conexión más pura y directa con Alá, a imagen y semejanza del camino simple y devoto del profeta Mahoma y sus primeros seguidores.
En sus inicios, el sufismo fue un movimiento casi secreto, desarrollado en los márgenes del Islam más institucional, pero con el tiempo empezó a formar comunidades y a adquirir estructura. Los sufíes se reunían en tariqas o hermandades, lideradas por maestros espirituales llamados sheikhs, quienes guiaban a los discípulos en prácticas místicas como la meditación, el dhikr (repetición constante de los nombres de Dios), el ayuno y el servicio a los demás. La creencia central del sufismo era la unidad de Dios (tawhid): que todo en el universo es una manifestación de Su voluntad y que el objetivo final del ser humano es buscar una unión espiritual con el Todopoderoso.
El auge del sufismo también provocó tensiones con las autoridades islámicas, que veían en los místicos una amenaza para el orden teológico establecido. Sin embargo, los sufíes hallaron formas de convivencia y de influencia, integrando sus enseñanzas al interior de las comunidades musulmanas, quienes los veían como modelos de devoción y humildad.
Una de las órdenes sufíes más destacadas fue la bektashí, que nació en Anatolia en el siglo XIII. Esta orden combinaba enseñanzas esotéricas islámicas con creencias y símbolos preislámicos, provenientes del chamanismo centroasiático y de religiones locales de Asia Menor. El bektashismo promovía la igualdad entre hombres y mujeres, el rechazo a las jerarquías rígidas y una visión de la fe inclusiva, lo cual atrajo a los marginados de la sociedad y a los soldados de los jenízaros otomanos.
Con el tiempo, la orden bektashí se convirtió en una influencia espiritual clave dentro del Imperio Otomano. Su aceptación de prácticas simbólicas y su respeto por la diversidad cultural marcaron un enfoque notablemente abierto en comparación con otras corrientes islámicas de la época.
Fue en este particular cruce de caminos, entre la ortodoxia cristiana y el misticismo islámico, que vino a nacer un hombre quien sería recordado por fundar su propia senda y, aunque a veces no lo notemos, sus ecos resuenan hasta el día de hoy..
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Elige tu propio camino
La vasta extensión del desierto se desplegaba ante ellos. Dos hombres avanzaban como sombras bajo un sol implacable, envueltos en túnicas desgastadas que los camuflaban en el paisaje árido. No hablaban; cada uno estaba perdido en sus pensamientos, luchando contra el cansancio, el calor y el peso de la incertidumbre. Se habían internado en aquella tierra inhóspita tras seguir las pistas de un viejo manuscrito que mencionaba una hermandad secreta; una comunidad de sabios escondida en algún lugar de esas tierras olvidadas. Tal vez la verdad última se encontrara en un oasis perdido, oculto a los ojos de un viajero incauto.
Pasaron días, noches y nuevas lunas antes de que encontraran cualquier indicio de que la leyenda que los había puesto en marcha pudiera ser cierta. Resulta que en el crepúsculo de un día extraño y silencioso, vieron a lo lejos una figura solitaria: un anciano de túnica blanca y barba larga que parecía formar parte del mismo paisaje, como una roca antigua. Sin emitir una sola palabra, el anciano les indicó que lo siguieran.
A paso lento, los condujo a un espacio oculto entre las rocas, donde el eco de las oraciones resonaba como un murmullo distante. Allí, en medio de la nada, se levantaban edificaciones toscas, iluminadas por lámparas de aceite y resguardadas por figuras talladas en piedra. Los dos hombres se miraron con complicidad. Sabían que no se encontraban en un lugar cualquiera; la Hermandad de Sarmoung, de la que apenas habían escuchado susurros, finalmente los había recibido.
Según sus propios textos autobiográficos, y a falta de comprobación histórica alguna, este fue uno de los hitos fundamentales en la vida de George Ivanovich Gurdjieff, un hombre que dedicó su vida al estudio de las distintas corrientes espirituales en pos de forjar su propia doctrina mística, y así su propio camino. De hecho, muchos lo consideran como el maestro místico más importante del siglo XX, junto a figuras como Madame Blavatsky o Rudolf Steiner.
Si bien la fecha exacta de su nacimiento es incierta, se presume que Gurdjieff llegó a este mundo alrededor del año 1867 en la ciudad de Alexandropol, localizada en una Armenia entonces dominada por el Imperio ruso. Su familia, dedicada al pastoreo, se había visto obligada a emigrar tras la aparición de una peste que exterminó a todo su ganado. Por esta razón se trasladaron a Kars, una ciudad de origen turco habitada por una población multiétnica y multicultural, reconocida como lugar de paso de hombres santos y profetas.
Desde su más tierna infancia, el pequeño George se interesó por los aspectos misteriosos de la vida y comenzó a leer libros que abordaban el esoterismo. Su formación estuvo marcada a fuego por una crianza dentro de la Iglesia Ortodoxa Rusa, con el padre Borsch como primer guía espiritual. De esta manera, le fue inculcada una cosmovisión cristiana que ponía énfasis en lo místico y en lo espiritual sobre cualquier otro aspecto.
Bajo la convicción de que existía una verdad oculta que había sido revelada en el pasado y que no podía ser determinada por la sociedad de su época, Gurdjieff emprendió un largo periplo que, según su propio relato, lo llevó a recorrer durante más de veinte años diversos destinos que incluyeron Asia Central, Egipto, Irán, la India y el Tíbet. Como parte de estos viajes, los cuales narró (se sospecha que con una gran cuota de ficción) en su libro Encuentros con hombres notables (1960), tuvo lugar la incansable búsqueda y el presunto encuentro con la perdida Hermandad de Sarmoung.
Profundamente influenciado por las diversas corrientes filosóficas y espirituales que descubrió a lo largo de sus viajes, Gurdjieff regresó a Rusia en 1912 y se instaló en la ciudad de Moscú. Sin sospechar que se encontraba en los albores de un hecho histórico que cambiaría para siempre el devenir de la región, Gurdjieff hizo buenas migas con la sociedad aristocrática local y terminó por casarse con la condesa Julia Ostrowska, prima de Alejandra, consorte de Nicolás II, último emperador de Rusia.
Una vez asentado en Moscú, el bueno de George se dedicó a fundar su propia escuela y rápidamente sumó un buen número de seguidores, ávidos de introducirse en sus eclécticas enseñanzas místicas. Fue durante esta etapa que logró consolidar su propia doctrina que luego sería conocida como el Cuarto Camino. Según su visión, hasta entonces existían tres caminos: el del fakir (sufismo islámico), el del monje (ortodoxia cristiana) y el del yogui (hinduismo). Esta cuarta vía, por lo tanto, se presentaba como una alternativa a los caminos tradicionales del misticismo, el ascetismo y el yoga, ya que no requería retirarse del mundo ni someterse a prácticas extremas. En lugar de ello, promovía un método para despertar la conciencia en medio de la vida cotidiana, integrando el cuerpo, la mente y las emociones.
Por esos años se forjó el mito de su antagonismo con Grigori Rasputín, el místico más cercano a la familia imperial. Rasputín, conocido por su poder hipnótico sobre la corte rusa, veía a otros místicos como rivales y hay quienes dicen que se refería a Gurdjieff como un “mago negro” o un “espía armenio”, con la advertencia de que nadie debía mirarlo a los ojos, pues creía que Gurdjieff tenía una capacidad similar para hipnotizar.
Apenas cinco años habían pasado desde su llegada a Moscú cuando la Revolución Rusa estalló y su cercanía con la nobleza lo volvía un blanco fácil. Convencido de que el caos de la guerra civil hacía inviable continuar su trabajo allí, se retiró primero al Cáucaso y cuando la situación se puso tensa, decidió trasladarse a Tiflis, Georgia, donde permaneció un tiempo hasta que la violencia también alcanzó la región. En estas circunstancias, Gurdjieff y sus seguidores comenzaron su éxodo hacia Occidente, pasando por Constantinopla, por Berlín y por Londres, hasta que en 1922 encontraron un lugar seguro para su comunidad en el Priorato de Avon, en las afueras de París.
Los años en Europa fueron fundamentales para Gurdjieff y su sistema de formación. Se rodeó de intelectuales, artistas y discípulos que buscaban entender y practicar sus enseñanzas esotéricas. Su instituto en el Priorato de Avon se convirtió en el centro de sus actividades, y aunque el lugar demandaba una vida de intenso trabajo físico y rigor disciplinario, atraía a individuos influyentes. Entre ellos estaba el matemático y filósofo ruso P. D. Ouspensky, quien documentó la prédica de su maestro y ayudó a difundirla alrededor del mundo.
En el Priorato de Avon, los estudiantes se sumergían en un estilo de vida diseñado para despertar su conciencia, participando en ejercicios físicos, danzas y trabajos comunitarios. Las danzas sagradas, basadas en movimientos que Gurdjieff decía haber aprendido en sus viajes, buscaban conectar el pensamiento profundo con el cuerpo, obligando a los estudiantes a tomar conciencia de cada acción.
En este contexto Gurdjieff desarrolló su teoría del eneagrama, un símbolo de nueve puntas dentro de un círculo que, según él, representaba las leyes universales. Afirmaba que el eneagrama combinaba la Ley del Tres y la Ley del Siete, y que sus puntos señalaban los pasos en los procesos vitales y los momentos de transformación. Este símbolo no tiene una estructura fija sino dinámica, y sus aplicaciones podrían extenderse a diversos campos, desde la música y las artes hasta la alimentación y los procesos mentales.
Ya en su etapa crepuscular, Gurdjieff sufrió un accidente automovilístico casi fatal en 1924, lo que redujo su actividad física y lo llevó a centrarse más en escribir y en consolidar su legado. Vendió el Priorato de Avon en 1933 y se dedicó a viajar, especialmente a Estados Unidos, donde continuó instruyendo a un círculo selecto de seguidores.
Falleció en París en 1949 a causa de un cáncer hepático, dejando una herencia filosófica que, aunque difícil de descifrar, atrajo a generaciones de gurúes, pensadores y curiosos que expandieron sus enseñanzas y reinterpretaron sus conceptos. Entre ellos se encuentra una variopinta enumeración de personalidades que va desde el escritor y cineasta Alejandro Jodorowsky hasta nuestra Ministra de Capital Humano Sandra Pettovello, quien solía ostentar en su currículum el haber realizado un curso sobre psico-eneagramas, entre otros estudios de prácticas new age.
Como dijo un tanto genéricamente el propio George Gurdjieff alguna vez: “Todo depende de todo lo demás, todo está conectado, nada está separado”.
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Santi 👽
Santiago Martínez Cartier nació en Buenos Aires en 1992. Se define como escritor de ciencia ficción. Lleva seis novelas publicadas desde el 2014 hasta la actualidad. Edita libros y produce eventos como parte de Criolla Editorial. Colaboró como redactor en diversos sitios especializados en cine y literatura, como Hacerse la crítica, House Cinema y El Teatro de las Voces Imaginarias, entre otros. Produjo el audiolibro El quinto peronismo en formato radioteatro, adaptación de su novela homónima. Organizó varietés culturales y programó y presentó ciclos de cine. Palermo Dead (2021), una sucesión de relatos de terror que transcurren en un edificio maldito construido sobre el Cementerio de la Chacarita, es su último libro de ficción. El año pasado publicó Picnic sideral: Algo en qué creer, una selección mejorada de los mejores newsletters del 2022, en una co-producción entre Mate y Criolla.