Espectros, monstruos y pasiones: de la Puna al Río de la Plata
Del gótico y su influencia en las escritoras argentinas del S. XIX
Un fantasma recorre Europa
Como parte del imaginario popular, es probable que lo primero que pensemos si alguien nos dice “gótico” sea en personas con la cara pintada corte Kiss que se juntan en la plaza de la Bond Street a escuchar Evanescence o, en las versiones más sensacionalistas, a cranear invocaciones satánicas a realizarse en un cementerio aledaño como en The Return of the Living Dead (1985).
Lo cierto es que el término gótico se cristalizó a finales del S. XVIII para referirse a un flamante movimiento literario que estaba dando que hablar por varias razones; un movimiento que llegaba para escandalizar a todos aquellos que velaban por la consolidación de una moral conservadora y que habían encontrado un refugio en la exaltación de la racionalidad como vara con la que se medían todas las cosas.
El gótico nació como reacción contracultural ante el auge de la Ilustración, que había surgido unos años antes para proponer profundos cambios socioculturales, dentro de los cuales se considera a la Revolución Francesa como su máximo hito. La finalidad última de la Ilustración era, por supuesto, “disipar las tinieblas de la ignorancia de la humanidad mediante las luces del conocimiento y la razón”.
Fue entonces que desde esas mismas tinieblas empezó a resurgir otro fantasma que recorría Europa: el fantasma del gótico; ecos de un mundo anterior donde todavía habitaban los monstruos, demonios y espectros que la racionalidad imperante había negado de forma institucional. El gótico se presentó como un ente de invocación popular que llegaba para aterrar y atormentar a la moral y la razón de la época.
Estas narrativas se dedicaban sobre todo a relatar incidentes misteriosos y perturbadores; imágenes terribles que apelaban a lo sublime para generar un efecto grotesco ante el cual la respuesta del lector era sucumbir tanto al horror como a la risa o, en el mejor de los casos, a ambas cosas a la vez.
La acción solía transcurrir en paisajes desolados e indómitos, coronados por algún tipo de edificación que remitiera al imaginario medieval; el castillo como estructura icónica, rodeado por bosques tenebrosos y brumosos en alusión a la geografía del norte de Europa donde transcurrían muchas de estas historias.
Los paisajes góticos estaban habitados por una serie de personajes cuyos arquetipos fueron mutando con el tiempo. En un principio las principales figuras fueron aristócratas venidos a menos, monjas, obispos, bandidos y heroínas, que en la mayoría de los casos operaban como referencia a los ecos de un pasado feudal. Unos años más tarde, con la Revolución Industrial y el desarrollo tecnológico en su punto más alto, empezaron a aparecer figuras como el científico loco y sus excéntricas creaciones, para dar cuenta de la ansiedad social que el avance de la técnica provocaba en la población.
También hay que decir que la elección del término está lejos de ser casual, sino que está ligada a cierto devenir histórico. Su raíz puede rastrearse hasta la palabra “godos”, que se utilizaba para denominar a uno de los principales pueblos germánicos del norte de Europa. A este pueblo se le adjudicó la caída del sacro Imperio Romano, como narra Borges en ese delicioso cuento que es “Historia del guerrero y la cautiva” (1949); una representación de la “barbarie”, de lo excesivo, en contraposición al racionalismo estructurado de Roma.
Recapitulando un poco, el primer ejemplo claro de literatura gótica fue El castillo de Otranto (1764) de Horace Walpole, que narra la historia de un tirano que heredó una maldición de sus antepasados, ya que el castillo en el que habita fue usurpado a sus legítimos dueños, y ahora debe cargar con las consecuencias. La estética y las temáticas abordadas por Walpole a lo largo del relato marcaron un antes y un después en la historia de la literatura y se transformaron en una clara influencia para todos sus continuadores.
Pocos años más tarde aparecieron novelas como El viejo barón inglés (1778) de Clara Reeve, construida a imagen y semejanza de la novela de Walpole para intentar (en vano) restarle excesos a un género predominantemente excesivo, o como Los misterios de Udolfo (1794) de Ann Radcliffe, que narra las aventuras de una joven que, tras la muerte de su padre, debe enfrentarse a terrores sobrenaturales dentro de un clásico castillo.
Junto al cambio de siglo también llegó la primera parodia de la mano de la mismísima Jane Austen. En un caso de bovarismo previo a Madame Bovary (1858), La abadía de Northanger (1818) sigue a una protagonista que, después de leer una bocha de ficción gótica, empieza a creer que ella misma es una heroína romántica e imagina demonios y villanos en cada esquina, en contraposición a una realidad bastante menos mágica.
Fue por esos años, precisamente en 1816, que aconteció uno de los hechos literarios que marcó el devenir de nuestra cultura popular hasta el día de la fecha. Se trató de cierta apuesta, a modo de juego, que tuvo lugar en la casa de veraneo del poeta inglés Lord Byron, donde se encontraba de vacaciones junto su médico personal John William Polidori, el poeta Percy Bysshe Shelley y, a ver si les suena, su joven esposa Mary.
Parece que por esas épocas Byron andaba bastante obsesionado con las historias de fantasmas y el terror en general, y desafió a todos los presentes (médico incluido) a escribir un relato de esta índole durante su estadía. La producción fue desigual pero cada uno aportó lo suyo. Byron escribió el relato “El entierro”, Shelley hizo lo propio con “Los asesinos”, el médico Polidori sorprendió con “El vampiro” —hoy considerado una pieza seminal de la literatura vampírica, a pesar de su torpeza literaria— y Mary Shelley se despachó con “El sueño”, un profundo relato sobre los horrores inculcados por las ansiedades científicas que pocos años más tarde se transformaría en esa obra revolucionaria (y que nunca está de más volver a recomendar) que es Frankenstein o el moderno Prometeo (1818); ya desde el título se prefiguraba su contenido y su principal preocupación: el miedo a que la ciencia pase a controlar el poder de la Creación, que hasta el momento era jurisdicción de lo divino.
Contemporáneo a esa apuesta originaria también fue el alemán E.T.A. Hoffman, que se transformó en uno de los referentes máximos del gótico a partir de la novela Los elixires del diablo (1815) pero sobre todas las cosas por su relato “El hombre de arena” (1816), donde tomaba un mito folclórico sajón para combinarlo con una de las figuras arquetípicas del gótico del S. XIX: el autómata; un instrumento mecánico con forma y movimientos humanos que una vez más igualaba a nuestra especie con los Dioses a través de la Creación. De más está decir que sin este relato no hubiese existido ni el Sandman (1989) de Neil Gaiman ni la canción de Metallica ni una extensísima lista de cuentos y novelas.
Del otro lado del charco también podíamos encontrar grandes exponentes influenciados por este movimiento, con Edgar Allan Poe como gran intérprete e innovador, que no sólo adaptó sus formas sino que se encargó de consolidar las estructuras que hoy consideramos clásicas tanto para el relato de horror como para el género policial. Su cuento más cercano a los motivos tradicionales del gótico puede que sea “La caída de la casa de Usher”: un aristócrata venido a menos en su interminable caserón y su descenso a la locura.
Volviendo al Reino Unido, allí también forjó su pluma Emily Brontë, que en 1847 publicó Cumbres borrascosas, un clásico de la literatura universal más mencionado que leído que narra un tormentoso romance, repleto de apariciones fantasmales y personalidades demoníacas, que venía a operar como alegoría del confinamiento doméstico y social de la mujer y de lo que solía ocurrir cuando se intentaba romper con estos parámetros. Junto a Jane Eyre (1847), de su hermana Charlotte, Cumbres borrascosas se transformó en una de las novelas más influyentes de este período.
Y obvio que me están faltando cosas que no me da la vida ni los caracteres para cubrir: el Drácula (1897) de Stoker, esa parodia fantabulosa que es El fantasma de Canterville (1887) del querido Oscar Wilde, la influencia gótica en Dickens, esa delicia lúgubre que es Otra vuelta de tuerca (1898) de Henry James, la obra de Machen y de Chambers (y su influencia sobre Lovecraft), etc, etc.
Para ir cerrando esta no tan breve introducción y dar cuenta del impacto cultural del gótico, no está de más decir que ese fantasma que recorría Europa en la primera línea del Manifiesto Comunista (1847) no deja de ser una influencia directa del género y que no sólo Marx y Engels se dejaron llevar por estos motivos espectrales sino también las más prestigiosas plumas de nuestra noble patria.
A raíz de las lecturas alrededor de esta edición sentí cómo, poco a poco, el monoambiente microcéntrico donde vivo se expandía y mutaba, inmerso en las tinieblas del Plata, mientras a lo lejos se dejaban oír los lamentos de los solitarios fantasmas que habitan las calles y pisos vacíos de Puerto Madero, espectros de la especulación inmobiliaria y la gentrificación ganada al Río, para por un rato vivir en un mundo menos cercano al pesimismo secular que nos suele atravesar. Si te sentiste de esta forma o al menos algo de todo esto te interpeló, te invocamos a pasar por somosmate.ar y dejar tu diezmo para que podamos seguir profundizando en lo más hondo de nuestra cultura intergaláctica 🪐
Ficciones patrias
“Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo”.
Sí, así arranca Facundo (1845) de Domingo Faustino Sarmiento, con una invocación al caudillo riojano donde el autor le pide al muerto que hable; uno de los textos seminales de nuestra historia política y literaria abre con una secuencia que podría ser una transcripción de una sesión de espiritismo. Y así, a través de este gesto gótico, Sarmiento le da voz a Quiroga para terminar de cristalizar una de las tendencias de nuestra literatura nacional decimonónica: narrar desde la otredad; desde el enemigo.
Atravesada por los mismos motivos narrativos, por la misma sensibilidad anti-rosista y por haber ocupado un lugar central en la historia no sólo de nuestro país sino de la región, se encuentra una de las escritoras más destacadas e interesantes de este período: la salteña Juana Manuela Gorriti.
Desde su más tierna infancia Juana compartió la intimidad y la cotidianidad de las más altas esferas de la política nacional, hecho fundacional que caló hondo en su literatura, y como para no: su padre fue José Ignacio Gorriti, héroe de las luchas patrias de principio de siglo que apostó toda su fortuna a la emancipación nacional y representante salteño que asistió al Congreso de Tucumán para firmar la Declaración de Independencia. Ah, como si fuera poco su tío fue primera lanza de los Infernales de Güemes. Tranqui la cosa.
Inmersa en este contexto tan particular, Juana vivió en primera persona los más intensos fervores patrios pero también momentos de alta inestabilidad al habitar el Norte cuando se trataba de un territorio en constante disputa. Una vez concluida la lucha independentista, Juana y su familia se vieron obligados a exiliarse a pie camino a Bolivia en 1831, perseguidos por las tropas del mismísimo Facundo Quiroga.
Este fue sólo el comienzo de una vida marcada por su tendencia nómade, a tal punto que los viajes se transformaron en uno de sus motivos literarios. Juana vivió en Tarija, en La Paz, en Sucre, en Cochabamba, en Arequipa, en Lima y en Buenos Aires, entre otros destinos, donde siempre supo insertarse en los círculos literarios para absorber distintas influencias y estilos.
Desde su exilio nunca dejó de demostrar una preocupación intrínsecamente patria, ya que sus relatos solían volver una y otra vez sobre la historia de nuestra joven nación. Como ejemplo lineal podemos mencionar “Güemes, recuerdos de infancia”, un cuento donde la autora rememora un encuentro con el gran caudillo salteño en su casa familiar; un retrato de Güemes tan conmovedor como sacro (y un poco erótico, si me preguntan a mí).
Ya acercándonos un poco más a lo que nos compete, a esas pasiones y esa ambigüedad fantasmagórica del gótico que va más allá del mero romanticismo, tenemos cuentos como “La novia del muerto”, una especie de Romeo y Julieta nacional pero entre unitarios y federales norteños, él un apuesto general unitario y ella la hija del caudillo federal de la región. La acción transcurre durante la Batalla de la Ciudadela, conflicto acontecido en Tucumán que enfrentó a Quiroga y Lamadrid, y el conflicto bélico opera como clímax dramático que termina desencadenando en un hecho sobrenatural, o mejor dicho en la interpretación sobrenatural de un hecho.
Tal vez mi relato favorito de su producción sea “Lucero del manantial”, donde de nuevo se remite a un clima espectral y pasional, esta vez para narrar el drama de una joven que tiene encuentros amorosos con una figura misteriosa y fantasmagórica, que resulta ser no otro que el monstruo gótico por excelencia para la moral unitaria de la época: Juan Manuel de Rosas; un Rosas devenido íncubo, demonio sexual y sacrílego.
En esta línea también podemos encontrar cuentos como “La hija del mazorquero”, “El guante negro” o “Camila O’Gorman”, parte de esa tradicional línea anti-rosista que puede rastrearse hasta las primeras producciones literarias de nuestro país: “El matadero” (1840) de Esteban Echeverría y Amalia (1851) de José Mármol. Vale aclarar: a diferencia de estos textos, y al igual que Sarmiento en su Facundo, Juana narró Buenos Aires desde el Norte, sin haber pisado la ciudad al momento de describirla.
Y si de ficción gótica narrada desde el Río de la Plata hablamos, aquí les traigo a uno de los secretos mejor guardados de nuestra literatura nacional. Supo llamarse (creemos) Raimunda Torres y Quiroga y fue una pionera absoluta de la literatura fantástica y de terror en nuestro país. Su biografía es realmente esquiva, por lo que no sabemos a ciencia cierta dónde nació, si en Entre Ríos o en Arrecifes, Provincia de Buenos Aires, pero la cosa es que al poco tiempo se mudó a nuestra ciudad capital.
Puede que una de las principales razones por las que Raimunda cuenta con un lugar tan relegado y oscuro en la historia de nuestra literatura nacional sea la siguiente: como muchas mujeres en ese entonces, escribía con pseudónimos, lo que la vuelve un tanto irrastreable. Esta práctica era muy frecuente en la literatura femenina del S. XIX ya que escribir bajo una máscara dotaba a la autora de otro nivel de libertad para expresarse. El alter ego que más utilizó a lo largo de su vida fue “Matilde Elena Wili”, aunque a veces también firmaba con nombres masculinos.
Raimunda se caracterizó por haber abordado de forma precursora algunas cuestiones ideológicas que incomodaban a la moral social imperante de la época. Sus textos eran abiertamente emancipistas (el feminismo de ese entonces, podríamos decir) y tanto en sus ficciones como en diversos ensayos se encargó de discutir abiertamente sobre el rol social de la mujer.
De hecho, entre sus cuentos fantásticos —a los que ella se refería bajo el mote de Historias inverosímiles— hay varios que comparten exactamente la misma estructura: un hombre asesina a una mujer inocente llevado por los celos, por la envidia o por su violencia intrínseca y luego es castigado por el espectro de la muerta. Una fantasía de venganza que venía a impartir un sentido de justicia que la sociedad no parecía dispuesta a proporcionar.
Entre estos cuentos se destacan “La mancha de sangre”, sobre un femicida que, luego de cometer su crímen, es perseguido por una mancha roja que se le aparece de forma fantasmagórica a donde sea que vaya, o “Eroteida”, sobre una mujer que es encontrada por su marido leyendo un libro que él no comprende —por lo que interpreta que se trata de magia negra— y decide asesinarla, para luego quedar preso de una maldición; un relato que en clave fantástica abordaba el miedo conservador a la educación femenina.
En retrospectiva tal vez esto no suene tan transgresor, pero Raimunda también fue una precursora absoluta en castigar a los personajes masculinos por sus acciones infames. En contraposición, por ejemplo, estaba la querida Juana Manuela Gorriti, que a pesar de lo disruptivo y avanzado de su prosa no había podido despojarse de un pequeño detalle: en sus narrativas, los que seguían pagando los platos rotos por el vil accionar patriarcal eran los personajes femeninos.
Hay que decir que Raimunda no sólo estaba preocupada por su rol en la sociedad sino también por el devenir del desarrollo capitalista que parecía estar transformándolo todo a su alrededor. En su cuento “El sueño”, un espectro visita a la protagonista mientras duerme para advertirle sobre los males del Siglo XIX; una reflexión en contra del materialismo y el mercantilismo que la autora veía surgir a partir del desarrollo económico vivido durante los gobiernos de la generación del ‘80. El espectro, una vez más, opera como encarnación gótica: como una reacción primordial ante el avance de la lógica industrial de mercado.
Como si fuera poco, Raimunda cuenta con una variedad hermosa de cuentos sobre distintas instancias y significaciones de la relación con lo sobrenatural, desde encuentros fatídicos que llevan a la obsesión y la locura hasta paseos nocturnos por cementerios para pispear a ver cómo viven los muertos. Recomendada es poco.
Y así, después de este extenso devenir, llegamos al final. A quien haya llegado hasta aquí le diré lo siguiente. Primero, gracias. Segundo, si te copó el mambo y tenés ganas de profundizar, recomiendo este texto de Botting sobre el gótico como movimiento, la compilación de cuentos Ficciones patrias de Gorriti (que se consigue usada y barata) y las Obras completas de Raimunda, compiladas por —y con un riquísimo estudio preliminar de— Carlos Abraham, de donde rescaté muchos datos.
Ah, y esto me parece que está clarísimo pero tal vez no está de más decirlo: en la actualidad la continuadora natural de esta noble tradición, o por lo menos la máxima exponente, no puede ser otra que Mariana Enriquez. De hecho, en este podcast que recomiendo escuchar la autora habló largo y tendido sobre la influencia del género en Nuestra parte de noche (2019), y en particular de Cumbres borrascosas.
¿Me fui un poco de mambo? Puede ser.
¿Faltaron cosas? Eso siempre.
¿Me arrepiento? Para nada.
El gótico es exceso, había que estar a la altura 💀
Agenda
28/10 - 21hs: Winona Riders + Camionero + Alejandro Cares (Música)
@ Espacio Laberinto (Rivadavia 18432, Morón, PBA). Entrada: $700.28/10 - 21hs: Festi Basado 4 // Isla Mujeres + Ficción + Eve Calletti (Música)
@ Pez Volcán (M.T de Alvear 835, Córdoba). Entrada: $900.28/10 - 22hs: Hotel Roma (Teatro)
@ Abasto Social Club (Yatay 666, CABA). Entrada: $1000.29/10 - 18hs: Mariano Rodríguez + Lucas Giotta y El Combo Hipnótico (Música)
@ Wesley Brewery (Av. Exequiel Bustillo 15500, Bariloche, Río Negro). Entrada: $700.30/10: La ballena va llena por Colectivo Estrella del Oriente (Charla y presentación)
@ CCK (Sarmiento 151, CABA). Entrada: Gratuita.30/10 - 20hs: El apego (2021) de Valentín Javier Diment (Cine)
@ MALBA (Av. Figueroa Alcorta 3415, CABA). Entrada: $450.
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Santiago 👽
Santiago Martínez Cartier nació en Buenos Aires en 1992. Se define como escritor de ciencia ficción. Lleva seis novelas publicadas desde el 2014 hasta la actualidad. Colaboró como redactor en diversos sitios especializados en cine y literatura, como Hacerse la crítica, House Cinema y El Teatro de las Voces Imaginarias, entre otros. Produjo el audiolibro El quinto peronismo en formato radioteatro, adaptación de su novela homónima. Organizó eventos culturales y programó y presentó ciclos de cine. Supo tocar la batería y componer junto a las bandas Efecto Amalia y Gente conversando. Actualmente forma parte de la banda de Ire Paz. Palermo Dead (2021), una sucesión de relatos de terror que transcurren en un edificio maldito construido sobre el Cementerio de la Chacarita, es su último libro.