Existe una versión del Evangelio poco trascendida que ofrece una interpretación diametralmente opuesta a la que todos conocemos y que se enfoca en el rol de Judas Iscariote y su relación con Jesús. Durante el transcurso de una semana, el profeta habría revelado a su discípulo un conocimiento secreto sobre la verdadera cosmogonía de la Creación y el camino hacia la trascendencia. El último intercambio de este orden habría tenido lugar apenas tres días antes de la Pascua.
Se dice que una tarde en Judea, mientras caía el sol sobre el paraje árido, Cristo encontró a sus discípulos en piadosa observancia, ofreciendo una plegaria de acción de gracias sobre el pan que iban a comer. Sin poder controlarlo, el profeta comenzó a reír de forma exagerada. Confundidos, aquellos hombres le preguntaron de qué se estaba riendo, ya que esa era la forma correcta de rendirle culto a su Dios, de quién Cristo era hijo. Este volvió a reír y respondió que no lo hacían por propia voluntad, sino porque entendían que ese era el camino a la salvación, y que ellos ignoraban su verdadera naturaleza; ninguno de ellos conocía realmente al profeta que seguían.
Enfadados, los discípulos comenzaron a blasfemar contra él, enojados con el hecho de que su líder los considerara condenados a la ignorancia. Cristo insistió y les dijo que no lo estaban entendiendo, que su Dios estaba dentro de ellos y que debían ser lo suficientemente fuertes para permitirse revelar al ser humano perfecto. Entonces llamó a pararse frente a él a quienes se consideraran dignos de dicha revelación. El único que logró hacerlo fue Judas Iscariote, que sin animarse a mirarlo a los ojos le dijo: “Sé quién eres y de dónde has venido. Eres del reino inmortal de Barbeló. Y no soy digno de pronunciar el nombre de aquel que te ha enviado”.
Fue entonces que Cristo le indicó a Judas que se apartara del resto para poder confesarle los verdaderos misterios del reino. Tras discusiones interpretativas sobre distintas visiones, tanto con sus discípulos como con el propio Judas Iscariote, finalmente el profeta se dispuso a revelarle a este último el prometido conocimiento liberador; una verdad que le causaría infinito dolor, pero que lo acercaría al Reino de los Cielos.
Le contó que existía una gran esfera ilimitada, cuya extensión ninguna generación de ángeles había visto, en la cual habitaba un gran espíritu invisible que ningún pensamiento había llegado a comprender y que no había sido llamado aún por ningún nombre. En estos parajes incognoscibles había aparecido una nube luminosa que engendró a un ángel como su servidor. A partir de entonces, se generó una concatenación de creaciones comenzando con este ángel, el Auto-engendrado, quién requirió que le fuera permitido el nacimiento de otros ángeles guardianes y de los eones que debían proteger, emanaciones de Dios que la darían forma a la verdadera cosmogonía.
Jesús le habló a Judas sobre Barbeló, la primera emanación, un principio androgino conocido como Madre-Padre a partir del cuál se desprende todo lo que existe, incluido Adamas (o Adán), el primer ser humano creado a imagen y semejanza del Auto-engendrado; le aseguró que el cosmos estaba conformado por doce eones y que cada eón contenía seis cielos, y que doce ángeles, los arcontes, tenían la misión de reinar sobre cada eón. Como parte de este devenir Sophia, el más joven de los eones, engendró involuntariamente al demiurgo, llamado Yaldabaoth o Nabro, el creador del mundo corrupto; el mundo que habitamos los humanos.
Sorprendido, Judas comenzó a entender que el Dios al que habían rendido culto todo ese tiempo no era otro que el demiurgo, aquel ser bastardo que tomó los materiales preexistentes en el caos cósmico para organizarlos y así parir el mundo físico, una realidad aparente alejada de la verdad suprema del gran dios invisible. Los arcontes, dominantes de una sucesión de eones que separaban al ser humano del verdadero Creador, tenían como misión preservar la ignorancia de la humanidad y cerrar el paso a quien se atreviera a acercarse.
A pesar de este esquema perverso, Jesús le aseguró a Judas que dentro suyo y de cada ser humano habitaba la chispa divina, un resto de ese mundo espiritual suprasensible que podía ser despertada por medio de la revelación; en otras palabras, a través de la Gnosis o conocimiento secreto. Una verdad absoluta que permitiera el regreso al verdadero Dios, un reencuentro con el orden metafísico del cual todos emanamos.
Tras comunicarle estos misterios, le encomendó a Judas su gran misión: simular una traición que permitiera liberar al profeta de su cuerpo, de su prisión material, para que su esencia divina encontrase el camino hacia el Creador. Con razón, Judas se preocupó por el odio que esta traición inevitablemente generaría entre los suyos. Con calma, Jesús le respondió: “Serás maldecido por generaciones, pero reinarás sobre ellas”.
Esta es una versión simplificada del Evangelio de Judas, un texto que habría sido redactado alrededor del año 280 d.C. y que forma parte de la extensa lista de evangelios no canónicos (o apócrifos), rechazado como herejía por la iglesia cristiana primitiva y cuyo contenido estuvo perdido durante unos breves 1700 años. Junto a un puñado de evangelios como el de María Magdalena o el de Valentino (Pistis Sophia), conforman el corpus conocido como los Evangelios Gnósticos, redactados por la homónima corriente mística surgida en la siempre sincrética Alejandría de los siglos II y III.
Otrora capital portuaria del vasto e implacable imperio de Alejandro Magno, fundada en el año 331 a.C. en el delta del Nilo, Alejandría había sido concebida con un claro objetivo en mente: la hibridación cultural entre helenos y persas para lograr una síntesis potenciada de ambas tradiciones que diera a luz a la gran sociedad posthelénica del futuro. Con esta base social y el imperio de Alejandro ya vencido tras su prematura muerte, su querida ciudad se transformó en una meca donde convergían distintas corrientes místicas orientales y sectas esotéricas judías y más tarde cristianas.
Desde Persia y Babilonia llegaban experimentados magos caldeos, expertos astrólogos y sabios en numerología, que encontraban en la interpretación de los astros una guía pero también la posibilidad de vislumbrar lo que podía deparar el futuro. La herencia del mundo heleno se veía reflejada en una fuerte impronta neoplatónica centrada en una concepción principal: el mundo físico era una emanación del Uno Supremo –una realidad simple, trascendente e inefable– y de esta surgía el Nous que contiene las Formas, y de allí emana el Alma del Mundo, hasta llegar a la realidad material. Como frutilla del postre, comenzaba a notarse la influencia del misticismo de la Merkabá, una fuerte corriente del judaísmo místico.
Cuestión, hacia mediados del siglo II a.C., las clases dominantes empezaron a sentirse amenazadas por la creciente influencia de estas corrientes por lo que fueron perseguidas hasta adoptar estructuras mistéricas; quienes no se exiliaron optaron por transformarse en sociedades iniciáticas, resguardadas en el secretismo. Este fue el caldo de cultivo perfecto para el surgimiento del gnosticismo alrededor de los siglos I y II d.C., resultado del choque entre este rico crisol de influencias y la llegada de los primeros cristianos a la región. Perseguidos por Roma y envalentonados ante la creencia de que el verdadero Mesías e hijo de Dios había caminado entre los mortales, los recién llegados comenzaron a intercambiar saberes entre cultores de otros credos y así fueron cocinando su propia versión de los hechos.
Ante la revelación de algunos misterios, estos seguidores de Cristo determinaron que debían reformular interpretaciones de sus propios textos sagrados. Sin querer queriendo, absorbieron aspectos de todas estas corrientes esotéricas: el dualismo platónico (Uno Supremo/Demiurgo), el simbolismo astrológico de las esferas planetarias, la purificación del alma y su ascenso a través de eones celosamente resguardados por los arcontes. De esta manera, las primeras sectas gnósticas adoptaron esta estructura cósmica y espiritual: el alma estaba atrapada en la materia bajo la tiranía del demiurgo, y la gnosis era la llave para evadir las esferas opresoras, superar las pruebas de los arcontes guardianes y retornar al Pléroma luminoso.
Su interpretación más radical, y por la que fueron perseguidos por herejes durante siglos, era justamente que el Dios del Antiguo Testamento no era el Uno Supremo sino una deidad bastarda; el demiurgo platónico que había condenado a la humanidad a la prisión material del mundo físico y que pretendía evitar el regreso al Dios verdadero de la chispa divina que habitaba dentro de cada ser humano. Por ejemplo, dentro de esta concepción la interpretación de los pasajes iniciales del Génesis cobran un sentido completamente distinto.
Según la tradición gnóstica, el demiurgo estaba disgustado con su creación por lo que decidió darle vida a la humanidad como forma destruirla y corromperla. En el Jardín del Edén, los primeros humanos eran presos de una ignorancia atroz y el fruto prohibido no era otra cosa que el acceso a la Gnosis, al conocimiento liberador. Es entonces que se manifiesta Sophia, emanación del más joven de los eones, en la serpiente que el catolicismo asociaba a la figura de Satán. Morder la manzana era escapar del yugo de la materia y volver al Pléroma; volver a formar parte del Todo del que emana nuestra corrupta realidad.
Si bien existían sectas gnósticas un tanto menos radicales en sus interpretaciones, centradas en no darle protagonismo a los conceptos de pecado y arrepentimiento, la mayoría coincidía en estos fundamentos cosmogónicos: el recorrido del alma a través de las esferas planetarias hasta reencontrarse con la divinidad que le era propia y de la que había sido despojada.
Según el filósofo y ensayista Pablo Capanna (harto citado en esta noble publicación), esta misma concepción atraviesa las principales discusiones de la actualidad y se encarna en lo que él llama “gnosticismo moderno”, una visión que percibe al mundo que lo rodea como una prisión material y busca la salvación, cuando no redención, en un intermediario digno del siglo XXI: una entidad digital, un referente tecnológico o una raza extraterrestre.
En su libro Natura. Las derivas históricas (2016), Capanna identifica dos matrices metafísicas que influyeron en la relación de la humanidad con la tecnología y que son análogas a dos corrientes gnósticas históricas a las que caracteriza como “optimista” y “pesimista”. La corriente antrópica vendría a ser la fuente del humanismo moderno, una visión optimista del ser humano como medida de todas las cosas, confiada en su capacidad de transformar la naturaleza de forma armoniosa y virtuosa. En contraposición, la corriente alogénica busca desprenderse de las limitaciones del mundo físico y trascender hacia una realidad superior; burlar al demiurgo para volver al Todo.
Desde este paradigma, los todopoderosos referentes de las Big Tech (o de la “ciencia ficción capitalista”, en términos de Michel Nieva) y cultores del transhumanismo se encuentran inevitablemente alineados dentro de la vertiente alogénica: un Sam Altman –alma matter de OpenAI– que pagó un servicio para digitalizar su conciencia al morir y así ser uno con la Máquina, un Elon Musk que predica la salvación mediada por la tecnología y por la colonización del (¿o vuelta al?) cosmos primigenio, o un Javier Gerardo Milei en búsqueda constante de trascendencia por medio de herramientas cabalísticas para diluir las estructuras de la regulación estatal y ser uno con el Dios Mercado.
Sin dudas, esta es la verdadera grieta del siglo XXI: el humanismo vs. el transhumanismo, anthropos vs. allogenes; apostar por hacer prevalecer la centralidad de lo inherentemente humano o por trascender las limitaciones de la carne para ser Uno con nuestra propia creación; Creador y Creatura finalmente unidos de cara a la eternidad.
Optimista, Capanna aventura que ante este triunfo circunstancial del gnosticismo moderno, la salida podría ser un teísmo aliado a la ciencia; una expresión de deseo ante el abismo que el avance de la IA y el camino a la Singularidad profundizan día a día.
Por el amor del demiurgo, esperemos que tenga razón.
Para otros ejemplos contemporáneos de vertientes del transhumanismo político y tecnológico, os recomiendo la entrega de “Principio de Revelación” del día de ayer en Fe de a Ratos, donde revoloteamos alrededor de estos asuntos:
También, si les pudiera llegar a interesar, se acaba de publicar un microensayo que escribí sobre El Eternauta (2025) de Bruno Stagnaro para Revista Otra Parte: la tradición de la ciencia ficción argentina, los contextos técnicos e históricos y la espiritualidad nacional como punta de lanza. Se lee acá.
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Santi 👽
Santiago Martínez Cartier nació en Buenos Aires en 1992. Se define como escritor de ciencia ficción. Lleva seis novelas publicadas desde el 2014 hasta la actualidad. Edita libros y produce eventos como parte de Criolla Editorial. Colaboró como redactor en diversos sitios especializados en cine y literatura, como Hacerse la crítica, House Cinema y El Teatro de las Voces Imaginarias, entre otros. Produjo el audiolibro El quinto peronismo en formato radioteatro, adaptación de su novela homónima. Organizó varietés culturales y programó y presentó ciclos de cine. Palermo Dead (2021), una sucesión de relatos de terror que transcurren en un edificio maldito construido sobre el Cementerio de la Chacarita, es su último libro de ficción. Recientemente publicó Picnic sideral: Algo en qué creer (2023) y acaba de publicar Picnic sideral: Las fuerzas del cielo (2024), ambas coproducciones entre Mate y Criolla.