Libertad (creativa) para los represores
Una introducción al cine documental hasta llegar a The Act of Killing
Entre observadores y observados
Hay una noción bastante extendida de que al enfrentarnos a una película o serie documental estamos accediendo a una obra que se propone representar la realidad de la forma más fiel posible. Lo lindo es que si contrastamos esta idea con la propia historia del cine documental no se sostiene ni diez segundos ya que, como es de esperar, cada documental hace un recorte absolutamente personal del material disponible sobre el sujeto u objeto a abordar, e incluso lo altera o produce de acuerdo a sus necesidades narrativas.
Como hablamos alguna vez, se dice que el cine nació de la mano de los hermanos Lumière en ese dichoso diciembre de 1895. Sus primeras películas, salvo algunos casos puntuales como El regador regado, eran registros documentales de la ciudad que los rodeaba, como obreros saliendo de su fábrica o ese hitazo que fue el tren llegando a la estación. Por ese entonces el término “documental” no estaba instaurado, por lo que estas películas eran conocidas como “actualidades”.
Tampoco está de más recordar que el arte cinematográfico no fue concebido como una disciplina de élite sino más bien todo lo contrario: era un número más dentro de cualquier feria o varieté; un hombre forzudo, una mujer barbuda, un número de clown y un corto de los Lumière para cerrar. Es por eso que las así llamadas “actualidades” empezaron a buscar registros más impactantes para llevarle al público estímulos que no pudieran encontrar en sus vidas cotidianas.
No es de extrañar que, a los pocos años de su aparición, estas películas se volcaran hacia el registro etnográfico con el fin de ofrecer al público una ventana hacia todas esas culturas que eran consideradas primitivas y exóticas; una suerte de predecesoras del cine mondo. De esta época tenemos ejemplos como In the Land of the Head Hunters (1914), que ya se tomaba la atribución de presentar como reales escenas que en realidad eran reconstrucciones actorales de hechos incomprobables, cual docu falopa de Discovery Channel pero sin explicitar qué era ficticio y qué no.
Durante esta etapa primigenia, la tendencia a falsear los acontecimientos no era la excepción sino la norma. En este contexto llegamos al que algunos consideran el primer largo documental de la historia, que se transformó en una guía formal para todos aquellos que vinieron después, ya sea para imitarla o para hacer todo lo contrario. Estamos hablando de Nanuk, el esquimal (1922) de Robert J. Flaherty, cuyo argumento seguía la vida cotidiana y las costumbres de un nativo del Polo Norte.
La cosa es que, para que el efecto exótico fuera más profundo, Flaherty decidió filmar la película como si su sujeto de estudio viviera al menos 100 años en el pasado. Durante las escenas de cacería le prohibió utilizar su fusil y en cambio lo obligó a valerse de un antiguo arpón. También lo filmó construyendo un iglú con herramientas primitivas y tuvo que construir uno falso y sin techo para poder filmar las tomas de interiores, ya que el tamaño de la cámara no permitía acceder desde otro ángulo. Ah, como frutilla del postre, este siempre bien predispuesto sujeto de estudio ni siquiera se llamaba Nanuk ni era técnicamente “esquimal”, ya que este término vetusto nuclea a más de un grupo étnico. Sí, hay dos grandes mentiras en ese título.
Por otro lado, durante la misma época empezaba a surgir otra tendencia que estaba profundamente influenciada por las vanguardias del arte plástico, en especial por el impresionismo. Así es como nacen estas bellas y poéticas piezas conocidas como “sinfonías de la ciudad”. Entre el ‘20 y el ‘30 aparecieron múltiples ejemplos —incluido alguno dirigido por el propio Flaherty— entre los que se destacan Berlín: Sinfonía de una metrópolis (1927) de Walter Rutmann, Rain (1929) de Joris Ivens y, una de mis películas favoritas de todos los tiempos, El hombre de la cámara (1929) de Dziga Vértov.
En esta película, Vértov puso en práctica su teoría del Kino-Pravda —o cine-verdad—, que establecía que las posibilidades técnicas y multiplicidad de recursos que el cine ofrecía como medio permitían diseccionar la realidad de una forma nunca antes vista; para Vértov, el lente de la cámara era mucho más confiable y preciso que cualquier mirada humana.
Bueno, hay que decir que entre el ‘30 y el ‘45, por cuestiones obvias, el cine documental viró hacia la propaganda política a lo largo y ancho del globo y dentro de todo espectro ideológico. Tenemos ejemplos de lo más variados, como la serie americana Why We Fight —filmada desde el frente de batalla—, las películas oficiales del Tercer Reich a cargo de Leni Riefenstahl, alguna crítica al extractivismo imperialista de parte Joris Ivens y un vastísimo etcétera.
Una vez concluida la Segunda Guerra Mundial, y con el incipiente surgimiento de las nuevas olas europeas que cambiaron la historia del cine para siempre, surgió también la grieta fundamental dentro del cine documental: cine directo vs. cinema verité. Para explicarlo de la forma más simple posible, estas dos corrientes se diferencian por la importancia que le dan al grado de incidencia del realizador y la cámara sobre el sujeto u objeto observado.
Los cultores del cine directo creen que la mejor forma de acceder a “lo verdadero” es haciendo que la cámara sea invisible, buscando establecer la menor interacción posible con aquello que se observa. El cinema verité, en cambio —un poco inspirado en la teoría de Vértov—, se basa en la idea de que el realizador y la cámara son una pieza fundamental dentro de la obra y que su intervención no sólo es deseable sino que es condición para que “lo verdadero” sea revelado.
En fin, para llegar a donde queremos llegar nos falta una última posta: el querido, prolífico y siempre cuestionado Werner Herzog, uno de los directores clave del nuevo cine alemán de los ‘70. Su obra, un tanto inabarcable, consiste en más de 60 películas entre ficciones y documentales. Una gran porción de su público lo respeta sobre todo por estos últimos, entre los que se destacan “el de los volcanes” (Into the Inferno, 2016), “el del esquiador que se la pega” (The Great Ecstasy of Woodcarver Steiner, 1974), “el del loco de los osos” (Grizzly Man, 2005) o “el de Internet” (Lo and Behold, 2016).
Y les voy a ser sincero, ya no me acuerdo en cuál de sus libros lo leí, pero Herzog es un defensor del concepto de “verdad extática” en el cine documental. Según dice, por momentos la realidad no resulta lo suficientemente verosímil; o le sobra o le falta algún condimento para hacerla creíble. Herzog asegura haber recortado testimonios o material en sus producciones en más de una ocasión, porque por momentos los hechos reales resultaban demasiado increíbles. Algunos consideran que esto es una aberración ética contra este tipo de registro; si me preguntan a mí, y considerando la historia del cine documental toda, el viejo la tiene atada. Quédecirles.
Como si fuera poco, fue justamente una producción de Herzog, y de su protegido Errol Morris, lo que nos trajo hasta acá.
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Cine, globalización y genocidio
Vamos con un poco de contexto. Corría el año 1965 en Indonesia. El gobierno de Sukarno, conformado por una amplia coalición que reunía grupos militares, religiosos islamistas y al Partido Comunista, empieza a tambalearse no tanto por su propio peso sino por ciertas tensiones internacionales. Resulta que el PKI, Partido Comunista de Indonesia, era uno de los más numerosos del mundo, con más de dos millones de miembros, y esto incomodaba tanto a los musulmanes locales como a las potencias occidentales que encabezaban la Guerra Fría.
Tras un fallido golpe de estado propiciado por el general Suharto y sus seguidores, los golpistas decidieron que si no podían tomar el poder político, iban a recurrir a la violencia. La masacre tuvo lugar entre 1965 y 1966. El blanco no sólo fue el Partido Comunista, sino que se extendió a una larga lista de políticos, sindicalistas, ateos y personas de origen chino. En 1967, ya con el PKI prácticamente exterminado, finalmente Suharto asumió como máximo mandatario. No existe un número oficial de víctimas, pero se dice que las cifras oscilan entre 500.000 y 3.000.000. Ah, no está de más decir que en 1990 salieron a la luz unos desclasificados de la CIA que confirmaban la colaboración táctica de los Estados Unidos, Reino Unido y Australia en la matanza. La vida nisman.
Unos cuarenta años después, un documentalista llamado Joshua Oppenheimer decidió filmar una película sobre esta masacre apalancada en los testimonios de los victimarios; de los paramilitares y “gangsters” torturadores que aniquilaron a toda una generación sin pestañear. El punto es que parece que Joshua se ganó rápidamente la confianza de estos tipos, que estaban fascinados con el hecho de sentirse protagonistas aunque la razón fueran sus crímenes de lesa humanidad, que ellos no veían como tales.
Fue entonces que el realizador le propuso a sus sujetos de estudio una oferta insólita: ¿y si recreamos sus “hazañas patrióticas” como ustedes quieran, con absoluta libertad creativa? Muy contentos y con el ego a punto de explotar, los tipos aceptaron y así es como nació The Act of Killing (2012), uno de los documentales más demenciales y perturbadores que podés ver en esta vida y en la próxima. O sea, literal es como si hubieras agarrado a Etchecolatz y al Tigre Acosta para que cuenten su lado de la historia pero con espíritu y estética de corto experimental del BAFICI.
El resultado no sólo es indescriptible sino que nos regaló algunos de los momentos más genuinamente surrealistas de la historia del cine. La película nos traslada a un país donde los crímenes de la dictadura nunca fueron condenados y sus perpetradores siguen ocupando cargos públicos o son parte de altas esferas de influencia. La Juventud Pancasila, agrupación paramilitar que fue una pieza clave para impulsar la matanza del ‘65, sigue en funcionamiento con aval gubernamental y se dice popularmente que “los hijos de los comunistas muertos no van a vengarse porque saben que si lo intentan los vamos a exterminar”. Todo muy sereno.
Las entrevistas con los torturadores dejan traslucir el grado de impunidad que tuvieron durante los años de la masacre, como parte de una asociación de público conocimiento entre grupos paramilitares, “gangsters” y la prensa escrita. Y esto a mí me vuela el bocho: sus testimonios también evidencian la influencia del cine norteamericano en su accionar, ya que los tipos aseguran que muchas de sus técnicas de tortura fueron tomadas literalmente de películas del Hollywood clásico.
Puede que los momentos más impactantes del documental se den cuando, de forma voluntaria, los torturadores deciden encarnar el rol de sus propias víctimas durante la masacre, en un ejercicio de psicodrama sin marco teórico que dejaría sin palabras al propio Sigmund Freud.
Y bueno, mucho más no voy a contar porque esto es algo que hay que ver. Sólo les dejo este último dato de color: durante una de sus recreaciones, uno de los torturadores da un enfático discurso sobre el rumbo aberrante y antipatriótico que tomó la Argentina al condenar y encarcelar a sus “héroes de la lucha contra el comunismo”.
Ah, y por si después de estas casi dos horas de metraje que te estrujan el corazón se quedan con ganas de más, hay una parte dos. Se llama The Look of Silence (2014) y sigue la vida cotidiana de un joven médico oftalmólogo que quedó huérfano durante la masacre —el equivalente a un hijo de desaparecidos en estas latitudes— y que tiene como pacientes a algunos de los torturadores implicados en la muerte de sus padres. La cosa se pone intensa cuando el médico, en medio de una consulta y con instrumentos de medición sobre sus ojos, le pregunta a uno de estos criminales cómo fue que asesinó a su familia.
Y así, bien arriba, es que llegamos al final de esta edición.
Buen viaje, y procedan con cuidado 🎥
Artista invitadx
Martín Vilela es un cineasta oriundo de la Ciudad de Buenos Aires cuyas inquietudes lo han llevado a abordar distintos y variados registros como la ficción, el documental y el trabajo con material de archivo. Entre sus obras como realizador se destacan la serie web Sigan soñando (2018) —filmada para UN3 TV y con un estelar cameo de quien les habla— y el video-ensayo experimental Chandler Being (2022), publicado junto a un artículo en la revista especializada Transit que aborda el uso inconsciente de las imágenes en la serie Friends.
En la edición 2021 del BAFICI estrenó Werner y yo, un corto documental que narra en primera persona un diario de viaje que comienza como una aventura de descubrimiento familiar y termina por transformarse en una tensa película de suspenso. Una puesta en práctica del concepto freudiano de lo “unheimlich”, lo siniestro: ese instante donde lo que debería ser familiar se vuelve extraño.
Como es un ser de luz, el querido Martín liberó el corto a pedido de este humilde espacio, así que yo que ustedes me mando a verlo antes de que MUBI compre los derechos y haya que pagar una suscripción.
Buen viaje 🎬
Agenda
19/8 - 23hs: Musha Soul (Música)
@ República: Distrito Contracultural (Rivadavia 338, La Rioja). Entrada: $1000.20/8 - 21hs: Dos cadáveres y un cuerpo (Teatro)
@ La Chacarita (Jacinto Ríos 1449, Córdoba). Entrada: $800.20/8 - 18hs: Ciclo Rutas Literarias (Literatura)
@ Casa de Cultura (Ruta 3 y Tokio, Isidro Casanova, PBA). Entrada: Gratuita.20/8 - 21hs: Luciano Rusia & los Amantes + Bíberon (Música)
@ Cooperativa Cultural Qi (Thames 240, CABA). Entrada: $700.21/8 - 20hs: Leo Maslíah en vivo (Música)
@ El Galpón de Haedo (Concordia 625, Haedo, PBA). Entrada: $1500.24 al 28/8: DocBuenosAires-22: Muestra Internacional de Cine Documental
@ Sala Leopoldo Lugones (Av. Corrientes 1529, CABA). Entradas: $450.
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Santiago 👽
Santiago Martínez Cartier nació en Buenos Aires en 1992. Se define como escritor de ciencia ficción. Lleva seis novelas publicadas desde el 2014 hasta la actualidad. Colaboró como redactor en diversos sitios especializados en cine y literatura, como Hacerse la crítica, House Cinema y El Teatro de las Voces Imaginarias, entre otros. Produjo el audiolibro El quinto peronismo en formato radioteatro, adaptación de su novela homónima. Organizó eventos culturales y programó y presentó ciclos de cine. Supo tocar la batería y componer junto a las bandas Efecto Amalia y Gente conversando. Actualmente forma parte de la banda de Ire Paz. Palermo Dead (2021), una sucesión de relatos de terror que transcurren en un edificio maldito construido sobre el Cementerio de la Chacarita, es su último libro.