Todos los Fierros el Fierro: variantes del (anti)héroe patrio
De la disputa Borges vs. Lugones y otras derivas
Entre dos mundos
Un joven curioso recorre con la vista las estanterías de una biblioteca que se le hace infinita. Lomos de cuero y letras doradas le ofrecen una variedad de clásicos de la literatura y ensayos filosóficos. La mayoría de los libros, aunque no todos, están escritos en inglés. En este momento, él se encuentra rastreando uno que no; uno que representa todo eso que su familia parece querer ocultar. Cada tanto mira de reojo con precaución, no vaya a ser que su madre lo encuentre haciendo algo indebido. De repente un lomo le llama la atención; cuero raído y letras ilegibles. Una vez más, lo volvió a encontrar. El joven se aleja a toda velocidad, en busca de un rincón oscuro donde sumirse en la lectura. Del otro lado de esas páginas, un tal Fierro lo espera.
Este retrato de infancia pinta Jorges Luis Borges en su libro póstumo Un ensayo autobiográfico (1999); una escena que condensa y sintetiza las obsesiones de su vida personal pero también de su obra. Según cuenta, su madre le había prohibido la lectura del Martín Fierro por cuestiones tan ideológicas como morales, ya que consideraba que José Hernández, al haber sido partidario de Rosas, era un enemigo natural de los ancestros unitarios de la familia.
En esas clases magistrales que todo el mundo debería ver por lo menos una vez en la vida, Ricardo Piglia asegura que el origen de los temas a tratar por la literatura de Borges pueden rastrearse hasta dos factores fundamentales de su herencia familiar: la biblioteca del padre y los relatos militares de la madre. Por un lado, el mundo de la erudición y la academia, representado en los “ilimitados libros ingleses” de aquella biblioteca; por el otro, un sentido de conexión con el devenir de la historia nacional a través de un linaje materno plagado de héroes y hazañas en el campo de batalla.
No sería exagerado decir que la tensión entre estos dos mundos lo acompañó hasta el final de sus días: aún en sus últimos libros nunca dejó de contrarrestar sus relatos eruditos de alto vuelo conceptual con sus queridas historias de cuchilleros y matarifes. A pesar de siempre tomar una distancia moral, por lo menos en apariencia, Borges nunca pudo evitar cierta obsesión (y yo diría también deseo, o goce) alrededor de aquello a lo que su linaje familiar había marginado y condenado con el mote sarmientino de “barbarie”; tensión que plasmó en algunos de sus mejores relatos, como “El sur” (1956) o “Historia del guerrero y la cautiva” (1949).
Es tal vez por eso que una de las principales preocupaciones de su vida fue el Martín Fierro y no sólo el texto en sí, sino sobre todo su rol social dentro de una idiosincrasia nacional que todavía no se había terminado de consolidar. Hay que decir que esta obsesión también estaba ligada a la relación que sostenía el libro de Hernández con ese tipo de relatos de aventuras que Borges leyó y releyó compulsivamente durante su infancia y adolescencia, despreciados por ser obras “menores” y populares; como dijo alguna vez, por esas épocas “los muchachos leían el Martín Fierro como ahora leen a Van Dine o a Emilio Salgari; a veces clandestina y siempre furtiva, esa lectura era un placer y no el cumplimiento de una obligación pedagógica”.
Ahora bien, años más tarde un joven e irreverente Borges empezó a abrirse paso en el mundillo literario porteño y resultó inevitable que se topara con una visión del Martín Fierro que era directamente contraria a sus consideraciones. Como si fuera poco, esta línea interpretativa había sido planteada por obra de un individuo que entonces era considerado como el “escritor nacional”: el señor Leopoldo Lugones.
Ante los inminentes festejos del Primer Centenario de la Patria, establecer y consolidar una identidad nacional se había vuelto una necesidad de primer orden. Con esto en mente, Lugones se había dispuesto a encontrar nuestro libro nacional; un texto que en sus páginas lograra sintetizar lo complejo y heterogéneo de la identidad criolla. Tras los festejos del Centenario argentino, que —no está de más recordar— tuvieron lugar mientras el presidente Figueroa Alcorta sostenía un estado de sitio ante grandes protestas sociales, Lugones transformó esta preocupación en una serie de charlas en el Teatro Odeón que luego se convirtieron en un libro que llevó de nombre El payador (1916).
En sus páginas, Lugones aseguraba qué (y fijense que final tan sereno): “El gaucho influyó de manera decisiva en la formación de la nacionalidad por ser elemento conciliador y a la vez diferencial entre el indio y el español. Todo cuanto es de origen nacional viene de él: la guerra de la independencia, la guerra civil, la guerra con los indios. No lamentemos, sin embargo, con exceso su desaparición que fue un bien para el país, porque el gaucho contenía un elemento inferior en su parte de sangre indígena”. A su vez, por medio de este texto decretó al Martín Fierro como un poema épico y definió al gaucho como el “heredero del linaje hercúleo y de la civilización de los trovadores y paladines provenzales”.
Son estos los argumentos que Borges parece no haber podido soportar y los que lo llevaron a plantarse, con toda su juventud e inexperiencia pero con suma vehemencia y convicción, contra el escritor más respetado e influyente de la época. Sus principales discrepancias con la línea forjada por Lugones iban en tres sentidos centrales:
- Para empezar, Borges reconoció y evidenció lo artificioso de la literatura gauchesca y negó la extendida noción de que estos textos retrataban fielmente el habla de los gauchos. Los autores solían ser estancieros u hombres de ciudad inspirados en el habla de los gauchos pero que también adornaban sus escritos con un léxico de orígenes diversos. Esto lo explica el propio Borges en una conferencia donde disecciona la primera estrofa del Martín Fierro palabra por palabra y rastrea el origen de cada una; una DELICIA.
- Ante la canonización de Hernández, otros autores previos habían quedado en el olvido y Borges decidió rescatarlos. Sobre todo destacó la influencia de los Cielitos de Bartolomé Hidalgo y de su continuador Antonio Lussich, autor del poema Los tres gauchos orientales (1872), que además compartía línea política con Hernández al tener como referente a Oribe, lugarteniente de Rosas en la Banda Oriental. De hecho, cuenta la anécdota que cuando Bartolomé Mitre recibió un manuscrito del Martín Fierro por primera vez, le respondió a Hernández que todo muy lindo pero que claramente “Hidalgo nunca va a dejar de ser tu Homero”. En sus clases, Piglia al citar esta frase cambió el “Hidalgo” por “Hilario”, en referencia a Ascasubi, que también podría ser a pesar de la distancia política, ¿no?
- Por último, Borges negó tajantemente que el Martín Fierro fuera una epopeya épica y sobre todo el carácter de héroe clásico de su protagonista. A pesar de estar escrito en verso, aseguró que se trataba de una novela y no de un poema épico, y que la ambigüedad moral de Fierro lo transformaba en una figura anti-heroica. En un artículo publicado en Revista Sur en 1931, diría que: “Se me recordará que las epopeyas antiguas representan una preforma de la novela. De acuerdo, pero asimilar el libro de Hernández a esa categoría primitiva es agotarse inútilmente en un juego de fingir coincidencias, y es renunciar a toda posibilidad de un examen. La legislación de la épica -metros heroicos, manejo servicial de los dioses, destacada situación política de los héroes- no es aplicable aquí. Las condiciones novelísticas, sí lo son”.
Más allá de esta refutación en particular, la pica entre Borges y Lugones venía de antes y se había extendido por fuera del Martín Fierro en una fuerte batalla donde el recambio generacional parecía estar por definir el devenir cultural de la Patria. Sobre el Romancero (1924) de Lugones, Borges había llegado a decir que por momentos evidenciaba “ su miseria espiritual, por lo insignificativo de su alma”. Como dice el piberío, beef era el de antes.
Y no sé si conocen el trágico devenir de Lugones y de su familia —creo que esa historia merece toda una edición aparte—, pero, luego de su muerte, Borges se retractó de algunos de sus dichos de juventud y hasta le dedicó palabras elogiosas por todo medio que pudo, desde una preciosa dedicatoria en su libro El hacedor (1960) hasta una conferencia en su honor donde llegó a decir que Lugones “hizo mejor que nosotros lo que nosotros queríamos hacer y esa suerte de beneficios no se perdonan fácilmente”. Se me pianta un lagrimón, estos viejos fachos me pueden.
Bueno, volviendo un poco a lo que nos compete, tal vez haya sido esa desacralización del gran texto patrio lo que permitió que Borges se sintiera apto para hacer sus propias continuaciones y reformulaciones de la obra de José Hernández. Se animó a escribir la “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829 – 1874)” (1949), devenir del esquivo ladero de Fierro al que también supo inventarle un nombre, y a darle un final alternativo a su antihéroe en “El fin” (1944), al parecer un desenlace más justo a ojos del autor. Ah, y también en El hacedor decidió publicar una reflexión tan bella como breve directamente titulada “Martín Fierro”.
Este juego intertextual abrió las puertas para que, años y realidades más tarde, otros pudieran hacer lo mismo. Gracias a este gesto literario hoy existen hermosas obras como el cuento “El amor” (2015) de Martín Kohan, un retrato íntimo de un romance secreto entre Fierro y Cruz donde, con gran efecto cómico, ambos se cachondean hablando en versos octosílabos; ese ejercicio delirante que es “El Martín Fierro ordenado alfabéticamente” (2007) de Pablo Katchadjian —sí, el tipo que casualmente tuvo un percance judicial con María Kodama por el gesto intrínsecamente borgeano de expandir un cuento de Borges—; y, por último, Las aventuras de la China Iron (2017) de Gabriela Cabezón Cámara, que se vale de cada una de las convenciones y tradiciones del género gauchesco para darlas vuelta desde adentro, incluyendo un merecido homenaje a la gran crítica e investigadora literaria Josefina Ludmer, autora a su vez de ese ensayo fundamental que es El género gauchesco, un tratado sobre la patria (1988).
Para cerrar este especial patrio, vamos a volver a citar a don Jorge Luis, más precisamente al mencionado texto que lleva el nombre de “Martín Fierro”, y que concluye con estas palabras:
“También aquí las generaciones han conocido esas vicisitudes comunes y de algún modo eternas que son la materia del arte. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido, pero en una pieza de hotel, hacia mil ochocientos sesenta y tantos, un hombre soñó una pelea. Un gaucho alza a un moreno con el cuchillo, lo tira como un saco de huesos, lo ve agonizar y morir, se agacha para limpiar el acero, desata su caballo y monta despacio, para que no piensen que huye. Esto que fue una vez vuelve a ser, infinitamente; los visibles ejércitos se fueron y queda un pobre duelo a cuchillo; el sueño de uno es parte de la memoria de todos”.
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Santiago 👽
Santiago Martínez Cartier nació en Buenos Aires en 1992. Se define como escritor de ciencia ficción. Lleva seis novelas publicadas desde el 2014 hasta la actualidad. Forma parte de Criolla Editorial. Colaboró como redactor en diversos sitios especializados en cine y literatura, como Hacerse la crítica, House Cinema y El Teatro de las Voces Imaginarias, entre otros. Produjo el audiolibro El quinto peronismo en formato radioteatro, adaptación de su novela homónima. Organizó eventos culturales y programó y presentó ciclos de cine. Palermo Dead (2021), una sucesión de relatos de terror que transcurren en un edificio maldito construido sobre el Cementerio de la Chacarita, es su último libro.