Anti-Disney: los animadores de la Warner como bufones de ayer y de hoy
La ironía como el arte de lo posible o el mundo como broma infinita
Casi sin querer queriendo
Bueno, hoy nos toca abordar un tema que me apasiona desde tiempos inmemoriales y que tiene un poco de gustito a nostalgia, cosa que últimamente anda muy en boga. Un poco a contrapelo de esta tendencia de enarbolar la nostalgia por la nostalgia misma, como fetiche que se queda en una referencia superficial, en este caso la intención es poner en valor algo que damos por sentado: los dibujitos animados que alumbraron nuestras infancias. Y cuando digo “nuestras” me refiero a un rango etario bastante amplio, ya que la mayoría de las producciones sobre las que vamos a charlar fueron estrenadas durante la década del ‘40 y siguen siendo parte de la programación habitual mientras escribo estas palabras.
El puntapié inicial que llevó a los estudios Warner a formar parte de eso que se conoció como “la era dorada de la animación estadounidense” lo dio un tal Leon Schlesinger. Este buen hombre empezó de abajo, con cargos menores, primero como acomodador de teatro y más tarde como encargado de hacer créditos para películas mudas. Su gran salto tuvo lugar cuando decidió financiar para la Warner una película titulada The Jazz Singer (1927), considerada por muchos como la primera película sonora de la historia. Fue un éxito rotundo y la buena relación de Schlesinger con los hermanos Warner lo llevó a quedar a cargo del departamento de animación del estudio.
Corrían los años ‘30 y el objetivo estaba más que claro: competir contra los cortos animados de Disney, que se habían hecho inmensamente populares con las Silly Symphonies a la cabeza. Para llevar a cabo esta tarea, Schlesinger no tuvo mejor idea que contratar a alguien que conocía bien el paño. Así es como entra en escena Friz Freleng, que venía de trabajar durante varios años para el mismísimo Walt Disney, y queda a cargo de dos series de dibujos animados que pasarían a la historia: Merrie Melodies y Looney Tunes —que si lo traducimos medio que ambos nombres son derivaciones de las Silly Symphonies, o sea, un adjetivo que refiere a algo alocado o alegre y un término musical—.
Los ánimos de plagio, o el espíritu de explotación si se quiere, no se limitaban sólo a los títulos de las producciones. Para esta altura, Mickey Mouse ya estaba consagrado como ícono de la compañía y la Warner todavía no había logrado consolidar a ningún personaje, lo que llevó a sus dibujantes a cultivar sin pudor el más burdo de los plagios. Así fue como aparecieron personajes como Bosko o Foxy, cuyo diseño era más que parecido al del famoso ratoncito. El mejor ejemplo de esta breve etapa tal vez sea el corto Smile, Darn Ya, Smile! (1931), que no sólo se inspira en el personaje sino que se parece bastante narrativamente a Steamboat Willie (1928), pero cambiaron el barco a vapor por una locomotora. El respeto por el desarrollo industrial prevaleció en ambos casos, hay que decirlo.
La cuestión es la siguiente: competir mano a mano con Disney y MGM era realmente inviable por cuestiones presupuestarias, ya que la Warner destinaba un caudal mucho menor a su departamento de animación que a otros rubros por entonces más redituables o prestigiosos. Ante estas condiciones materiales de existencia, Schlesinger decidió que las Merrie Melodies iban a ser su caballito de batalla; adjudicó la mayor parte del presupuesto a su producción y las bendijo con la decisión de producirlas a todo color.
En contraposición, los Looney Tunes se transformaron en parte de una unidad de bajo presupuesto, en blanco y negro y totalmente alejada de cualquier pretensión de prestigio. Al poco tiempo, Schlesinger puso a cargo a un tal Tex Avery, que venía de trabajar por encargo para el estudio y al que se le daba bien eso del absurdo y el humor irreverente, con un filo bastante marcado. Casi sin querer, esta unidad empezó a nuclear a todos los jóvenes talentos que llegaban a la compañía por considerarlos inexpertos, sin detenerse a pensar en la renovación que su contratación podría significar.
Bajo la dirección de Avery y con un nivel de supervisión casi nulo, esta unidad no sólo superó las bajas expectativas del estudio (representadas por el mísero presupuesto disponible), sino que definió para siempre el tono y el estilo de animación de la Warner y marcó a fuego en el imaginario del público el cómo debe verse y comportarse un dibujo animado.
Bueno, últimamente veníamos con esto del mangueo culpógeno que tanto efecto surte en nuestra sensibilidad judeocristiana, que subyace inevitablemente a la personalidad secular que supimos construir. Hoy sólo vengo a decir gracias, porque durante varios días me desperté pensando en dibujos animados y de paso desperté a un par de vecinos por reír a carcajadas a horas inhóspitas de la temprana mañana. Si te divierte nuestro contenido y querés que sigamos profundizando en lo delirios que nos conmueven, entrá a somosmate.ar y giranos unas bitualias para que Mate hasta alcanzar cada rincón del cosmos 🪐
En lo alto de la Terraza Termita
Según sus amigos y colaboradores, Avery era un tipo muy jodón que hacía lo posible por sorprender con salidas o chistes inesperados en todo momento. La anécdota que define su paso por Warner puede que sea la siguiente: parece que un día se le ocurrió abrir la puerta del taller de dibujo mientras todos estaban laburando, tiró un petardo pequeño adentro y cerró la puerta tras de sí. Por el tamaño del petardo la cosa no pasó a mayores, pero al par de días volvió a repetir la acción pero con un fuego artificial del tamaño de su antebrazo, lo encendió y cerró la puerta con llave. Todos empezaron a gritar desesperados y a golpear la puerta implorando piedad, hasta que se dieron cuenta de que el petardo era falso y nunca iba a explotar. Sí, básicamente el tipo vivía la vida como si fuese Bugs Bunny.
La cosa es que Avery llegó para cambiar el destino del estudio para siempre y dotarlo de una identidad propia que hasta el momento no tenía. Sus principios éticos y estéticos eran exactamente opuestos a los del tío Walt. Le importaba más la animación (y sobre todo los gags) que alguna pretensión industrial y nunca logró ser un buen hombre de negocios, al punto que su salida del estudio no se dio por cuestiones económicas sino que fue una disputa creativa, pero ya vamos a llegar a eso.
Su estilo de animación era anárquico, caótico y desesperanzado. Sus personajes no rompían las leyes de la física por cuestiones narrativas o morales (como se estilaba), las rompían porque sí, por el gag en sí mismo, y sus cortos parecían tener sólo dos finales posibles igual de erráticos: el suicidio o la huida.
Para el momento de su llegada, más allá de esos simpáticos plagios de Mickey Mouse, el único personaje propio que tenía algún tipo de peso era Porky, pero se veía muy distinto (y mucho menos amable) que la versión que llegó hasta nuestros días. Avery fue quien le dio un giro al diseño del personaje para volverlo más pequeño, tierno y amigable, y en uno de los primeros cortos de este nuevo Porky, Porky’s Duck Hunt (1937), introdujo al que se transformaría en uno de los personajes más icónicos del estudio: Duffy Duck o, para nosotros, el Pato Lucas.
Otro personaje que andaba dando vueltas por ahí pero que todavía no tenía una personalidad definida era el mismísimo Bugs Bunny, cuya identidad en un principio era totalmente alocada, al igual que la del primer Pato Lucas. Avery se tomó el trabajo de refinarlo. Decidió transformarlo en un personaje reactivo: Bugs Bunny sólo ataca cuando es atacado y siempre de forma lúdica. Para terminar de darle forma y dimensión, le sumó un acento de Brooklyn y el latiguillo “What’s up, Doc?”, que era un clásico de la Universidad de Austin, Texas, a la que había asistido. Este Bugs versión Avery puede verse por primera vez en A Wild Hare (1940).
Ya para principios de la década del ‘40, la unidad de Avery se había consolidado y se la conocía por el nombre de Terraza Termita, a raíz de que literalmente los cimientos de madera del taller estaban infestados con estos insectos. Dentro de este selecto grupo de vanguardia se encontraban sus más fieles aprendices: Robert Clampett y Chuck Jones, cada uno a su manera y con su estilo particular. El éxito de este nuevo rumbo fue tan rotundo que también les encomendaron hacerse cargo de las Merrie Melodies; de repente Avery tenía presupuesto y banca para hacer lo que quisiera y a todo color.
Y todo marchaba relativamente bien hasta que un encontronazo con su jefe Schlesinger lo alejó del estudio para siempre. La disputa fue sobre el final de The Heckeling Hare (1941), donde podía verse a Bugs Bunny cayendo al vacío durante varios minutos junto al perro Willoughby; parece que en la versión de Avery la caída sucedía por partida doble y tenía un final ambiguo, en pos de lograr el mayor absurdo posible. Schlesinger en su rol de productor le dijo que estaba meando fuera del tarro y que si no lo recortaba, el corto no se podía estrenar. Ahí fue cuando Avery dijo: “y bueno, entonces me voy”. Y se fue nomás.
Como era de esperarse, la competencia lo recibió con los brazos abiertos y puso todos los recursos disponibles a su disposición. Así comenzó su etapa en MGM, donde dirigió una serie de cortos fabulosos que incluían nuevos personajes de su creación que con el tiempo se volvieron icónicos, como el perro Droopy. En esta etapa produjo cosas maravillosas como King Size Canary (1947), donde invierte la lógica de “gato persigue pajarito”, Screwball Squirrel (1944), que empieza con un personaje antiheróico fajando a uno corte Disney para volverse el protagonista, y Northwest Hounded Police (1946) —tal vez mi favorito—, donde vemos a un lobo escapar de un Droopy omnipresente, que en su huida corre tan rápido que se sale del encuadre.
Para cerrar con este buen hombre, no está demás recomendar su corto más rupturista y extraño, titulado Symphony in Slang (1951), donde un hipster llega al cielo y como San Pedro no entiende su léxico moderno lo lleva a ver al “Maestro del Diccionario”, con resultados hilarantes. Frederick Bean “Tex” Avery murió en su ley, trabajando, sentado en su escritorio mientras dibujaba en los estudios de Hanna-Barbera, a la tierna edad de 72 años. Por suerte, su legado nos acompañó y nos acompañará por los siglos de los siglos.
Los continuadores: Clampett & Jones
La influencia de Avery sobre el tono y estilo de animación de la Warner y sobre cómo percibimos el cine de animación en general ya es indiscutible a esta altura, pero también resulta interesante ver cómo sus más férreos aprendices tomaron elementos de su imaginario pero los llevaron cada uno para sus pagos.
Por un lado tenemos a Robert “Bob” Clampett, con un espíritu por momentos aún más salvaje y desacatado que los de su mentor. Era un experto en gags; algunos decían que le importaba más el gag que la animación en sí. También estaba obsesionado con la cultura pop y sus últimas tendencias, por lo que incorporaba continuamente referencias en sus cortos. Se lo reconoce por haber desarrollado como nadie la expresividad de los personajes, con una variedad de expresiones faciales y corporales nunca antes vistas en dibujos animados.
Clampett fue un gran experimentador, pero hay que decir que el impulso no fue del todo propio. Resulta que la renuncia de Avery a la Warner, en 1941, coincide con la gran huelga de dibujantes que los empleados de los estudios Disney le hacen al bueno del tío Walt. Cuando finalmente se llegó a un arreglo, los sueldos promedio para dibujantes y animadores subieron pero esto redujo el presupuesto disponible por corto animado, y entonces hubo que improvisar.
Y así nació la animación restringida, que esencialmente consistía en reducir la cantidad de cuadros por segundo del estándar de 24 a 18, para ahorrar horas de dibujo por segundo de animación. Inspiradas en esta tendencia se crearon dos grandes escuelas en el mundo, una en Zagreb (por entonces Yugoslavia) y la otra en Japón —tal vez les suene, le dicen animé—.
El punto es que Clampett empezó a jugar con estas limitaciones y terminó siendo clave para la creación de ciertas técnicas hoy ya canonizadas, como la strong pose —posición fuerte, artificial, que concentra sentidos, como el Coyote congelado varios segundos en el aire antes de caer al abismo— o la stylized animation —fotogramas con imágenes de transición entre una expresión del personaje y otra, generando una deformación extraña en el proceso—.
Si quieren meterse un poco en el mundo de Bob, recomiendo mucho mucho Porky in Wackyland (1937), corto con influencias surrealistas donde Porky persigue a un pájaro dodo por un universo a la Dalí, Book Revue (1946), un divertidísimo y ecléctico cúmulo de referencias a la cultura pop de la época, y tal vez mi favorito de su cosecha, The Great Piggy Bank Robbery (1946), un policial oscuro y extrañado que si se parece a algo es a Alphaville (1965) de Godard, pero veinte años antes.
Ah, y no me puedo evitar mencionar Falling Hare (1944), corto donde Bugs Bunny se enfrenta a unos gremlins bastante trolls y se lo puede ver leyendo un libro titulado Victory Thru Hare Power, en parodia directa al cine de propaganda de Disney del que ya hemos hablado. ¿Cómo termina? Con un homenaje directo a The Heckeling Hare, el corto por el que Avery abandonó Warner.
Por otro lado, y por último pero no menos importante, tenemos al querido Chuck Jones. A diferencia de Clampett, se caracterizaba por un estilo más refinado y minimalista. En lugar de expresiones exageradas y múltiples variaciones por segundo, Jones buscaba transmitir emoción con el mínimo gesto posible. También marcaba la diferencia con el desarrollo interior de sus personajes, que no eran meros arquetipos sino que, como buenos personajes clásicos, eran impulsados hacia adelante por distintas motivaciones relativas a su personalidad y sus deseos, y en base a estas características reaccionaban a lo que su entorno les proponía.
El trabajo de Jones fue fundamental para profundizar el legado de Avery y terminar de definir la personalidad de algunos de los personajes insignia del estudio. Por ejemplo, fue quien decidió transformar al Pato Lucas de héroe cómico a “underachiever”; a alguien que no importa cuánto lo intente, nunca lo va a lograr.
Además, Jones se distinguió por incorporar influencias de otros rubros ya que solía decir que la inspiración estaba en todas partes, por eso se la pasaba leyendo cuentos y novelas, era un gran aficionado a las artes plásticas y también al jazz y la improvisación musical. Y como le gustaban los desafíos, estas influencias lo llevaron a ponerse más experimental para tratar de transmitir emoción con cada vez menos elementos. De esta forma nació Marvin el Marciano, que no tenía boca ni voz, y luego otros personajes que ni siquiera tenían rostro.
Dentro de los cortos de Jones se destacan maravillas como Duck Amuck (1953), donde vemos al Pato Lucas luchar literalmente contra el animador que le revolea distintos elementos a su alrededor, High Note (1960), corto protagonizado por estos personajes sin rostro que tanto le gustaban donde un director de orquesta intenta poner en orden a unas notas musicales que se emborracharon (!), o What’s Up Opera, Doc? (1957), adaptación a ópera con influencias wagnerianas de A Wild Hare, el corto seminal de Avery. Todo una delicia.
Ah, un datito de color que me parece muy bello: Jones también se encargó de la secuencia animada inicial de Gremlins 2 (1990) del querido Joe Dante, confeso admirador de los artistas de la Terraza Termita y del cine de animación en general. Tal es así que Dante terminó dirigiendo Looney Tunes: Back in Action (2003), ese delirio a la Roger Rabbit con Brendan Fraser de protagonista, película a la que le tengo muchísimo cariño pero que nunca volví a ver. Tal vez sea hora.
¡Y esto fue todo amigos!
Espero que la hayan pasado tan bien como yo 🐇
Artista invitadx
Animaciones Salvajes es un proyecto audiovisual a cargo del músico y dibujante Martín Ameconi que hereda ciertas tradiciones del cartoon clásico de la Warner, como las atmósferas surrealistas y la máscara que viste Salva, su protagonista, como evolución natural de los clásicos animales antropomórficos.
El proyecto surgió en 2020, en pleno y brutal encierro pandémico, jugando a mezclar audios y entrevistas de la historia del rock con animaciones osadas y sensibles. Las animaciones son para Martín un pasatiempo recuperado después de 20 años de tocar y crear música. La pasión y el disfrute por el dibujo lo acompañaron durante su niñez, actividad que fue dejando de lado en su adolescencia para dedicarse a su primer gran amor: la música.
Actualmente Animaciones Salvajes está estrenando su tercera temporada, con una propuesta tanto temática como estéticamente muy diferente a sus inicios, donde podemos espiar el Mundo de Salva. Además de los grandes audios a los que nos tiene acostumbrados Martín para recuperar la memoria del rock nacional e internacional, la tercera temporada suma la participación y las pinceladas de la artista Verónica Menconi para crear nuevos escenarios.
Le pregunte a Martín sobre cuáles eran sus episodios favoritos dentro de la vasta cosecha de la Warner, y como es un amor de ser humano esto respondió:
“Lo primero que se me viene a la cabeza cuando pienso en la Warner es un VHS que tenía de niño que me había grabado el muchacho del videoclub de mi pueblo, en el que compilaba varios cortos de Bugs Bunny y el Pato Lucas.
A pesar de que estábamos entrando en la gran época del "Renacimiento de Disney" y las jugueterías y publicidades estaban plagadas de productos de sus películas, nunca logré conectar (al menos en la niñez) con ellas como sí lo logré con ese VHS mal grabado en el que me mataba de risa viendo a Bugs volviendo loco a Elmer o al Pato Lucas, pintando bigotes en obras clásicas de un museo. Conectaba con ese disparate que pocos años más tarde lo vi actualizarse con los Tiny Toons, en los Animaniacs y en Pinky y Cerebro.
Recuerdo también una noche en la que me quedé despierto haciendo un dibujo de un Bugs Bunny junto a Elmer en el bosque, del que me sentía particularmente orgulloso; lo recuerdo porque yo nunca pintaba los dibujos y aquél me pareció digno de ser pintado. Elijo y destaco estos dos cortos: el clásico “Temporada de patos, temporada de conejos” —Rabbit Fire (1951)— y un episodio en el que recrean la fábula de Juanito y las habichuelas —Jack-Wabbit and the Beanstalk (1943)—”.
Agenda
22/7 - 21.30hs: En pleno vuelo (Teatro)
@ Teatro María Castaña (Tucumán 260, Córdoba). Entrada: $900.22/7 - 22hs: Haye + Varese + Nina B2B c/ Manu Barceló (Electrónica)
@ Ciudad de Gatos (C17 1846, La Plata). Entrada: $500.23/7 - 18hs: MateLive Live (Performance)
@ Batacazo Cultural (Medrano 627, CABA). Entrada: Gratuita, sólo por lista, lleguen temprano porfi 🙏23/7 - 21hs: Black Amaya & los Comechingones + Saxofónicos (Rock nacional)
@ Comuna Club (Colón Extremo Sur, entre Ruta 3 y Ruta 146, San Luis). Entrada: $1000.23/7 - 19hs: Superuva + Asesinos Cereales (Punk Rock)
@ Salón Pueyrredón (Av. Santa Fe 4560, CABA). Entrada: $800.23/7 - 20hs: El traje nuevo del emperador (Teatro)
@ Museo de la Memoria (Córdoba 2019, Rosario, Santa Fe). Entrada: $800.
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Santiago 👽
Santiago Martínez Cartier nació en Buenos Aires en 1992. Se define como escritor de ciencia ficción. Lleva seis novelas publicadas desde el 2014 hasta la actualidad. Colaboró como redactor en diversos sitios especializados en cine y literatura, como Hacerse la crítica, House Cinema y El Teatro de las Voces Imaginarias, entre otros. Produjo el audiolibro El quinto peronismo en formato radioteatro, adaptación de su novela homónima. Organizó eventos culturales y programó y presentó ciclos de cine. Supo tocar la batería y componer junto a las bandas Efecto Amalia y Gente conversando. Actualmente forma parte de la banda de Ire Paz. Palermo Dead (2021), una sucesión de relatos de terror que transcurren en un edificio maldito construido sobre el Cementerio de la Chacarita, es su último libro.