Del devenir cultural de Oriente Próximo
Un viaje a Qatar con escala en la tradición de las religiones abrahámicas y en las expresiones artísticas alrededor de la Primavera árabe
Profetas y desiertos
“Yo haré de tí un gran pueblo”
- Génesis 12:2 - La Biblia (NVI)
Bueno, hoy nos toca abordar un tema intrincado que nos suele quedar bastante lejos a quienes crecimos inmersos en una cultura globalizada eminentemente occidental. Por eso vamos a empezar por el principio; parafraseando a Guille Aquino, paciencia con este newsletter. Todo comenzó allá lejos y hace tiempo, alrededor del S. VI a. C. en Mesopotamia, zona de Oriente Próximo que se ubica en esa vital y fértil franja entre los ríos Eúfrates y Tigris, sitio al que algunos consideran la cuna de la civilización y la cultura.
Según cuentan las sagradas escrituras, por ahí andaba vagando un tal Abraham junto a su familia cuando recibió una visita divina. Parece ser que el mismísimo Dios —Yahwéh o Jehová en derivados del hebreo original— se le apareció junto a dos ángeles y le encomendó una misión: emigrar para pasar a habitar nuevas tierras que albergaran mayor prosperidad.
Abraham pensó “bueno, si usté’ lo dice” y se mandó nomás, transformándose así no sólo en el primero de los tres patriarcas del judaísmo sino también en el primero de una vasta sucesión de profetas de lo que hoy conocemos como las religiones abrahámicas, o sea, un conjunto de religiones monoteístas cuyas tradiciones espirituales encuentran su origen en las prédicas y experiencias del bueno de Abraham (cuya historia de vida está más cerca de la ficción literaria que del registro histórico, digamos todo).
La cronología vendría a ser más o menos la siguiente: las tres grandes religiones abrahámicas surgieron con una diferencia de aprox 600 años entre cada una. Primero el judaísmo (600 a. C.), luego el cristianismo (nuestro año 0) y por último el Islam (570 d. C.), corriente basada en las enseñanzas del profeta Mahoma. Bueno, en realidad también surgieron otras religiones dentro de esta vertiente como el bahaísmo, ramificación que sigue las enseñanzas del profeta persa Bahá'u'lláh, o el drusismo, variante esotérica y sincrética que medio que mezcló un poco de todo con un resultado tan ecléctico como fascinante.
Para entender cómo funciona la relación de estas religiones con lo divino, me parece pertinente hacer una comparación. En su siempre recomendado libro Mitos de la luz (2003), el querido mitólogo Joseph Campbell establece que dentro de la tradición abrahámica surgida en Oriente Pŕoximo “creador y criatura no son lo mismo” y que incluso considerarse a uno como parte de lo divino es tomado como blasfemia. En contraposición, las religiones del Extremo Oriente, de las que hemos charlado recientemente, suelen ver al individuo como una continuidad de lo divino; lo divino como algo inmanente que atraviesa todo lo que existe y que es parte de cada uno de los habitantes del universo. “Nuestras religiones —dice Campbell desde occidente— procuran una relación con Dios, no la experiencia de identidad con lo divino”.
Entonces, acercándonos a lo que nos compete, ¿cómo se relaciona el Islam con lo sagrado? En este caso, como definen algunos eruditos islámicos, el vínculo es de absoluta sumisión a Dios y se establece a partir de la Ley, o sea, del Corán, que según la tradición se trata de un texto que fue dictado a Mahoma por designio de Alá a través de Yibril (el arcángel Gabriel en la tradición judeocristiana). Por esta razón los devotos musulmanes rezan cinco veces al día en dirección a la Meca, porque allí fue donde Mahoma recibió la palabra divina que se transformó en su texto sagrado.
Una vez fallecido el gran profeta tuvo lugar un conflicto interno dentro de la fe musulmana cuyos efectos se manifiestan hasta la fecha: la sucesión de Mahoma. En resumidas cuentas, al momento en que este buen señor pasó a mejor vida no estaba claro quién debía quedar a cargo de la línea sucesoria. Algunos interpretaban que Mahoma ya había designado a su sucesor —que de hecho era su primo— y otros aseguraban que no existía tal designación y que la intención del profeta era que la comunidad musulmana se encargara de elegir a su propio líder (o imán). No lograron ponerse de acuerdo y cada rama ungió a su propio sucesor; el primer grupo hoy se conoce como chiita y el segundo como sunita, escisión clave para entender el devenir cultural, social y político de Oriente Próximo.
Ah, y una última aclaración que nunca está de más. Hay tres términos que suelen confundirse o utilizarse como sinónimos y que están lejos de serlo: árabe, musulmán e islamista. El término árabe refiere a un origen étnico y lingüístico, procedente de la península arábiga, cuyo bagaje cultural se expandió durante los Siglos VII y VIII por el Norte de África y Oriente Próximo. Por otra parte, como acabamos de mencionar, “musulmán” refiere a personas que profesan el Islam y cuyo origen étnico no es necesariamente árabe; de hecho, en la actualidad el país con mayor población musulmana es Indonesia. Por último, el término islamista se utiliza para denominar a una vertiente ideológica que busca integrar los mandatos religiosos del Islam dentro de un programa político, con el infame Estado Islámico como máximo exponente pero que también se manifiesta dentro de órdenes democráticos, como en los casos de Túnez y (de forma más cuestionable) de Egipto.
Dicho todo esto, vamos a hablar un poco sobre las expresiones artísticas en Oriente Próximo valiéndonos de un ejemplo que creo que resultará esclarecedor en varios sentidos, ponele.
Recuerdos de otra primavera
Corre el mes de diciembre del año 2010. Un vendedor ambulante, de nombre Mohamed Bouazizi, se encuentra ofreciendo sus naranjas en las calles de Sidi Bouzid, localidad del centro de Túnez. De forma rutinaria, como vemos en las esquinas de nuestras propias ciudades, un grupo de policías se le acerca y lo despoja de todas sus pertenencias; se llevan sus mercancías y todo el dinero que lleva encima. Desposeído de su medio de vida por fuerzas de seguridad que actúan en nombre de un Estado autoritario, Mohamed Bouazizi decide autoinmolarse sin saber que este suceso sería recordado como el detonante de la así llamada “Primavera árabe”.
Este acto sacrificial y simbólico fue el catalizador que inició una reacción en cadena de levantamientos y manifestaciones populares que se extendió por el Norte de África y Oriente Próximo; en pocas semanas, las calles de un gran número de países se vieron inundadas por el fervor de la revolución. Multitudes salieron a ocupar el espacio público como forma de protesta pacífica en países como Egipto, Yemen, Bahréin, Líbano, Marruecos, Argelia, Mauritania y Siria. En tres de estos países, sus gobiernos fueron efectivamente derrocados: el de Muammar al Gadafi en Libia, el de Hosni Mubarak en Egipto y, como no podía ser de otra forma, el de Ben Ali en Túnez.
Cada uno de estos casos contó con sus propias particularidades y con distintos actores extranjeros operando en un sentido u en otro de acuerdo a sus propios intereses; un contexto de plena inestabilidad del mundo árabe —o sea, en ojos de occidente, de uno de los principales focos productivos de gas y petróleo— que para algunos países se transformó en una oportunidad irrechazable de meter su cuchara en el pote. Desde Estados Unidos, por ejemplo, se vio como una chance de ver si podían ejercer mayor control sobre los precios internacionales del petróleo, pero no nos adelantemos.
Una cuestión que me parece pertinente mencionar, y que un poco me da escalofríos por el paralelismo que se puede trazar con la situación actual de nuestro país, son las condiciones materiales que propiciaron esta serie de revueltas. En su ensayo 2011 no es 1968, el cineasta egipcio Philip Rizk toma lo sucedido en su país como ejemplo para intentar dar cuenta de cómo fue que la inmolación de un vendedor ambulante tuvo tal impacto social y político. La respuesta es más simple de lo que parece: una cuestión de representatividad.
Para el momento en que estallaron las manifestaciones el trabajo no registrado había llegado a su punto más alto en toda la región. Excepto un selecto grupo de trabajadores, organizados y sindicalizados, con derechos garantizados desde el aparato estatal, la mayoría de la sociedad se encontraba atravesando un proceso de precarización absoluta. Al tener algún tipo de contención, el sujeto de representación revolucionario en este caso no fue el obrero fabril o textil como lo había sido años atrás: fue el trabajador no registrado de la economía popular, que se vio llamado a las calles al ver a un colega perder la vida por no poder continuar ejerciendo la única salida laboral que le quedaba.
Por eso Rizk asegura que nada tuvo que ver el proceso del 2011 con las protestas del año ‘68 contra el gobierno de Nasser; en el ‘68 las ideas de izquierda revolucionaria brotaban de las academias para combinarse con el espíritu antiimperialista renovado que impulsó en la región la guerra de Vietnam y con las tensiones de la Guerra Fría como telón de fondo, en un mundo más polarizado que nunca. En el ‘68 había un movimiento unificado desde lo ideológico y desde sus objetivos materiales; en el 2011 había sólo movimiento, sin un horizonte de ideas claro de qué hacer si la revolución era efectiva, lo único que estaba claro era que la sociedad necesitaba un cambio de forma urgente.
Cuestión, desde y alrededor de este convulso contexto empezaron a proliferar una serie de expresiones artísticas que tenían como objetivo darle voz y representación a este proceso; reflejar un espíritu de época de forma crítica y lejos de cualquier noción de industria cultural. En términos del querido e insoportable Theodore Adorno, estos artistas buscaban desarrollar un “arte verdadero”; expresiones que despertaran y removieran el interior de sus receptores con el objetivo de canalizar el impulso revolucionario.
Una de las características estéticas y comunicacionales que signó este período fue la proliferación de videos de baja resolución, filmados por cámaras de celulares precarios y procesados por los algoritmos de estandarización de las redes sociales. Estas imágenes, tan potentes desde lo simbólico, se volvieron la materia prima y el material de expresión para muchos de estos artistas que buscaban transmitir desde la imagen cómo se sentía estar atravesando en carne propia la Primavera árabe.
Uno de los casos más llamativos es el de la realizadora libanesa Rania Stephan, reconocida por su largometraje Las tres desapariciones de Soad Hosni (2011), una película que se vale de viejas imágenes en VHS de las películas protagonizadas por la estrella egipcia Soad Hosni para ensayar versiones de sus misteriosa muerte; una reflexión sobre la representación de la mujer y la violencia de género en los estados islamistas, en diálogo directo con el contexto de su realización.
En esta línea pero con una propuesta un tanto más rádical apareció la performance teatral La revolución pixelada (2012) del actor y dramaturgo libanés Rabih Mroué; un collage de imágenes tomadas de Internet, siempre filmadas por civiles, que documentan actos de violencia durante las jornadas revolucionarias en Siria, comentadas y narradas por el propio Mroué. La pregunta que recorre toda la obra es “¿Cómo se documenta y representa la violencia en tiempos de revolución?” y concluye con una imagen aterradora: un francotirador apostado en un edificio que descubre que lo están filmando y dispara hacia la cámara, momento en que el video termina.
Y si todavía nos faltaba un ejemplo todavía más radical, transhumanista y paradigmático tenemos 3rdi (2010) del iraquí Waafa Bilal, performance que consistió en la implantación de una cámara en la parte posterior de la cabeza del artista y en un sitio web donde pudo verse en vivo, durante más de un año, lo que la cámara captaba. Un acto que, en palabras del propio Bilal, buscaba “capturar objetivamente su pasado desde el punto de vista de la no-confrontación” y a su vez, en contraposición, reflexionar desde su posición de árabe en occidente sobre las imágenes de baja resolución que inundaron las redes a partir de las manifestaciones.
Como reinterpretación surrealista de este tipo de imágenes también apareció Masticando grasa digital (2013) de la artista qatarí Sophia Al-Maria, representación alucinada del impacto de las nuevas tecnologías en las sociedades tradicionales de oriente; un original acercamiento a la colonización tecnológica que el neoliberalismo occidental intenta imponer desde la pregnancia cultural.
Para ir cerrando esta enumeración, tenemos el caso ejemplar de una exposición de artes plásticas que terminó por desencadenar un gran conflicto social y cultural en una Túnez posrevolucionaria. El hecho ocurrió en el año 2012 en La Marsa, ciudad cercana a la capital del país, donde se estaba llevando adelante una muestra titulada Le Printemps des Arts, o sea, “La primavera de las artes”, acontecimiento que culminó en ásperas protestas a raíz de que una buena porción de la población, identificada con el salafismo —movimiento suní ultraconservador— encontraba ofensivas muchas de las imágenes exhibidas.
Para decirlo mal y pronto, dos grandes grupos empezaron a boquearse, después se fueron a las manos, se pudrió todo con la gorra, en la confusión algunos aprovecharon para destruir obras de arte, hubo destrozos en el Palacio Abdelliya —donde se estaba llevando a cabo la exposición— y todo culminó en el pedido de renuncia del Ministro de Cultura por permitir que una exposición de esta índole tuviera lugar.
Este hecho instauró el debate social alrededor de lo que podía o no ser exhibido en un espacio público, lo que disparó otra gran cuestión: ¿quién controla el espacio civil, secular, cultural, público, religioso y político en un Túnez moderno y democrático?
Como indica el investigador Anthony Downey en su ensayo ¿Por el bien común?, luego de que países como Túnez y Egipto hubieran establecido gobiernos más o menos democráticos luego de la revolución comenzó un “resurgimiento de instituciones asociadas con la sociedad civil”, entendiendo como sociedad civil a todas aquellas asociaciones o agrupaciones públicas o privadas que no dependen del control estatal.
Por esta razón no es de extrañar que en países islamistas donde las sociedades civiles fueron inexistentes durante años y dónde cada decisión cultural estaba regida por un estado autoritario, teocrático y conservador, la reaparición de estas instituciones terminara provocando incidentes como lo ocurrido en el Palacio Abdelliya. De más está decir que el ejemplo de estos dos país no deja de ser la excepción, y Downey asegura que “la emancipación y la democratización del Oriente Próximo y el Norte de África dependen de la movilización de la sociedad civil para promover plataformas de expresión que le den cabida al pluralismo”.
Si desean profundizar un poco más en el rol de las expresiones artísticas durante este período no puedo recomendar con suficiente énfasis el libro La primavera árabe y el invierno del desencanto (2014), compilado por Anthony Downey, donde pueden encontrar la mayoría de los ensayos aquí mencionados.
Bueno, ahora sí, con todo esto en mente, ¿cómo juega Qatar en todo este embrollo?
Entre petrodólares, esclavos y poetas
Podríamos decir que Qatar es un país joven, o por lo menos según nuestra concepción actual de estado-nación. Luego de la Primera Guerra Mundial el territorio había pasado a ser un protectorado británico y la independencia recién llegó en 1971, o sea, sí, Qatar como estado moderno —ponele— cuenta con poco más de 50 años de vida. El largo devenir de este territorio va desde la Edad de Piedra, pasando por la influencia del Califato abasí —fundado por el tío de Mahoma— y luego saudita, hasta llegar al Imperio Otomano y por último al período británico.
Desde su independencia se supone que su forma de gobierno se define como una monarquía semi-constitucional, pero por la cantidad de facultades y poderes que el gobierno retiene se lo podría considerar una monarquía absoluta. Desde el año 1847 —cuando era parte del Imperio Otomano— el territorio está bajo el control interno de la Casa Real de Thani, una sucesión de emires originarios de una tribu saudita.
Un factor clave que no podemos dejar de mencionar es que el gobierno se identifica como sunita, lo que explica su accionar durante la Primavera árabe. Apoyó los levantamientos en Siria, Egipto, Libia y Túnez, especialmente a los movimientos vínculados con los Hermanos Musulmanes, organización islamista que más de un gobierno considera terrorista. Fue en este sentido que Qatar puso a disposición su principal medio de comunicación, Al Jazeera, para difundir lo que estaba pasando en estos países y provocar un efecto contagio.
Por otro lado, durante el mismo período, Qatar apoyó la represión de los levantamientos en Bahréin, hecho que aunque resulte contraintuitivo tiene una explicación muy simple: como estrategia geopolítica, Qatar apoya las revueltas sunitas pero también la represión a las revueltas chiitas. Esto también explica por qué Qatar se alineó con Estados Unidos para combatir al gobierno de Bashar al-Ásad en Siria, régimen de corte chiita en un país de mayoría sunita.
Con respecto a las expresiones culturales qataríes, y como podrán suponer según lo que venimos narrando, no hay obra de arte que escape al control de las instituciones que responden a su monarquía islamista autoritaria y el surgimiento de una sociedad civil empoderada parece lejos de ser una realidad, más aún en un país con derechos laborales nulos y cuyas condiciones de trabajo —sobre todo para los inmigrantes— podrían considerarse esclavistas.
Su tradición cultural más antigua puede rastrearse en la poesía, con Qaṭari ibn al-Fujaʾa como el gran poeta nacional, quien vivió alrededor del año 600 d. C. y cuyos poemas giraban alrededor de la adoración de Alá y la glorificación del martirio. Muy sereno todo. La cosa es que para mediados del S. XIX la popularidad de la poesía decayó a lo largo del país cuando empezaron a entrar las ganancias de la explotación petrolera y los qataríes dejaron de lado gradualmente sus tradiciones beduinas, como la poesía, para adoptar un modo de vida más urbano.
En otro frente, durante los últimos años Qatar se puso a invertir fuerte en su industria cinematográfica —un poco buscando emular la efectividad y la pregnancia del envidiable modelo surcoreano— desde el Doha Film Institute, que se encarga no sólo de producir películas sino de importar figuras extranjeras para formar al talento local y así volverse una industria competitiva a nivel global.
Este ambicioso proyecto se encuentra en una etapa embrionaria. Las producciones fílmicas 100% qataríes hasta ahora son en su mayoría cortos, con la excepción de Clockwise (2010), primera película de larga duración filmada en su integridad en territorio local. Como no podía ser de otra manera, la película combina el drama y la aventura para narrar una historia folclórica local que incluye la aparición de un djinn —o genio—, espíritu de la mitología árabe que según la tradición puede tener un carácter demoníaco o bondadoso.
Actualmente Qatar organiza no uno sino tres festivales de cine internacional donde se propone demostrar el potencial de sus talentos locales y su apertura al mundo globalizado —misma función que vendría a cumplir cierto Mundial—, eventos que suelen tener lugar dentro del Katara Cultural Village, distrito de la ciudad de Doha diseñado desde su arquitectura para reflejar la cultura local en cada palmo. Allí se encuentra la Sociedad Fotográfica de Qatar, la Sociedad de Teatro y Música, la Sociedad de Bellas Artes, el Centro de Artes Visuales y un variado etcétera.
Como reverso de las obras surgidas alrededor de la Primavera árabe, las expresiones artísticas en Qatar no dejan de ser una extensión de las tradiciones que la Casa Real de Thani busca terminar de cristalizar como identidad nacional, consolidando su propia versión del folclore local y su propio bagaje histórico en pos de una industria cultural orgullosa y monárquicamente qatarí.
¿Habrá espacio eventualmente para obras disruptivas y disidentes cuyo discurso atente contra esta hegemonía real que se mantiene en lo alto desde mediados del S. XIX?
Parece poco probable, pero el tiempo dirá 🇶🇦
Agenda
18/11 - 19hs: Second Era + Ecuánime + Paradise + Cuarto Escondido (Música)
@ República: Distrito Contracultural (Rivadavia 338, La Rioja). Entrada: $800.18/11 - 21hs: Bardo carnal (Teatro)
@ Sala Micelio (Valparaíso 520, Rosario, Santa Fe). Entrada: $1000.18/11 - 20.30hs: Vomito festeja sus 25 años (Punk Rock)
@ La Cúpula (Presidente Perón 2687, San Justo, PBA). Entrada: $500.19/11 - 21.30hs: Basta, Federico (Teatro)
@ Teatro La Cochera (Fructuoso Rivera 541, Córdoba). Entrada: $1000.19/11 - 21hs: Lola + Poly Pole + Parásito Paraíso (Música y expo)
@ Qi Cooperativa Cultural (Thames 240, CABA). Entrada: $700.20/11 - 20hs: Efecto Amalia + Jose Des + Elhombreanormal (Música)
@ Salón Pueyrredón (Av. Santa Fe 4560, CABA). Entrada: $800.
¡Eso es todo, amigxs!
Gracias por compartir este viaje por el cosmos de nuestra cultura.
Por las dudas, vamos con un poco de data que nunca está de más aclarar:
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Santiago 👽
Santiago Martínez Cartier nació en Buenos Aires en 1992. Se define como escritor de ciencia ficción. Lleva seis novelas publicadas desde el 2014 hasta la actualidad. Colaboró como redactor en diversos sitios especializados en cine y literatura, como Hacerse la crítica, House Cinema y El Teatro de las Voces Imaginarias, entre otros. Produjo el audiolibro El quinto peronismo en formato radioteatro, adaptación de su novela homónima. Organizó eventos culturales y programó y presentó ciclos de cine. Supo tocar la batería y componer junto a las bandas Efecto Amalia y Gente conversando. Actualmente forma parte de la banda de Ire Paz. Palermo Dead (2021), una sucesión de relatos de terror que transcurren en un edificio maldito construido sobre el Cementerio de la Chacarita, es su último libro.
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