El caso Solané
La masacre de Tandil o los efectos de cierto nacionalismo mesiánico del s. XIX
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El que no conoce a Dios
Durante los últimos días del mes de diciembre de 1871, un importante encuentro tuvo lugar en las afueras de la ciudad de Tandil. En el marco de un paisaje imponente coronado por las sierras, un hombre dio un envalentonado discurso frente a unos cincuenta paisanos criollos. Algunos lo creían santo y otros adivino, pero todos sabían que sus ideas no eran sólo suyas. Su nombre era Jacinto Pérez y su mensaje era tan claro como apocalíptico.
Mientras el sol caía, Pérez se encontraba montado sobre su caballo y vociferaba a los cuatro vientos sobre que el día del Juicio Final estaba cerca. Un nuevo diluvio era inminente y Tandil estaba condenada a transformarse en una ciudad sumergida. Cuando la tormenta finalmente cesara, a los pies de la Piedra Movediza nacería una nueva civilización rebosante de felicidad y sólo destinada para los argentinos. Por eso, aseguraba Jacinto, lo que debían hacer era exterminar a los gringos y a los masones, culpables de la extranjerización del pueblo criollo. Quienes formaran parte de esta purga serían recompensados con una vida plena en esta nueva sociedad.
Por ese entonces estaba claro que San Jacinto, el Adivino, como algunos lo apodaban, no era un ideólogo sino un mero vocero. Cada una de sus palabras estaba inspirada en la prédica de un esquivo tatadios cuyos periplos lo habían llevado casi de casualidad a las sierras de Tandil tras ser perseguido por practicar ilegalmente la medicina. Había pasado por Santa Fe, por Rosario y por varias localidades de la provincia de Buenos Aires ganándose la vida como curandero, aunque también como un predicador un tanto mesiánico, ya que aseguraba ser un enviado de Dios.
Se llamaba Gerónimo Solané. Era un hombre alto y corpulento que vestía un poncho gastado y portaba una larga barba blanca y abundante que llegaba casi hasta su cintura. Nadie estaba seguro de dónde había nacido. Según una variedad de versiones, podría haber sido entrerriano, bonaerense, boliviano o chileno. Muchos lo relacionaban con Santiago del Estero, tierra esotérica si las hay, provincia que había parido o dado asilo a la mayoría de salamanqueros, saludadores, tatadioses y otros sanadores mágicos de la época.
Más allá de las múltiples incertidumbres que rodeaban a su figura, la popularidad de Solané era cada día más grande. Su fama se había extendido tanto que, donde fuera que se encontrase, gauchos, campesinos y peones peregrinaban para ir a su encuentro. Se le atribuían acciones y habilidades milagrosas tales como hacer llover en tiempos de sequía, exterminar plagas de saltamontes, el poder de leer el pensamiento, la capacidad de curar a distancia e incluso se decía que podía revivir a los muertos.
Sus métodos de sanación mágica consistían sobre todo en pases de manos sobre la zona afectada, acompañados por la murmuración de un rezo, para luego mostrarle al paciente un alfiler o un carozo de aceituna que decía haberle extirpado del cuerpo. A estas prácticas asociadas a la figura del curandero, Solané le incorporaba su propia prédica mística, que algunos consideran un abordaje popular de la doctrina católica.
Para entender cabalmente cómo obraba este tatadios, resulta pertinente mencionar una trascendida anécdota que repone Juan Pablo Bubello en su libro Historia del esoterismo en Argentina (2010). Resulta que un peón con una severa dolencia pide permiso a su patrón para ir a visitar a Solané en busca de ayuda. Tan incrédulo como prepotente, el estanciero accede con perspectivas de burlarse del adivino. Sin padecer ninguna condición médica, le pide remedios. Solané acepta el pedido con la condición de que regrese al día siguiente, pero le hace una advertencia: que al regresar al otro día ensillara al caballo más manso posible y marchara con precaución. El estanciero hizo caso y a mitad de camino su caballo empezó a revolverse con violencia hasta hacerlo caer. El impacto le quebró las dos piernas.
Con conocimiento de lo que iba a ocurrir, Solané envió a sus ayudantes a buscar al escéptico estanciero. Cuando lo tuvo frente a sí, el tatadios le aseguró que quien había quebrado sus piernas había sido él, en desagravio por su intento de burla al pedir medicamentos para una afección que no padecía. Por último, para probarle que era un enviado de Dios, lo instó a pararse porque sus piernas ahora estaban curadas. Por anécdotas como esta, todos creían que Solané tenía la capacidad de curar a distancia, pero también de hacer mucho daño.
Por si faltaba más, los gauchos y campesinos de la región afirmaban que el caballo que Solané montaba tenía virtudes mágicas. Se decía que el animal no comía ni bebía, y a pesar de todo se mantenía en perfecto estado. Los ayudantes del tatadios no se animaban a montarlo porque estaban convencidos de que se trataba del Espíritu Santo encarnado. A este majestuoso caballo blanco lo rodeaban otras supersticiones: decían que se inquietaba cuando las brujas cruzaban el campamento de su amo o que si era montado por alguien ilegítimo, esta persona estaba condenada a caer muerta al instante y a ir a parar directamente al infierno.
A todo esto, Don Gerónimo Solané decía tener la capacidad de sostener largas charlas con San Francisco de Asís y que en uno de estos trances le había sido comunicada cierta información sensible: las recientes epidemias y sus consecuencias, como los estragos que había provocado la fiebre amarilla, eran causa de “los masones, los médicos y los brujos”. Según creía, los extranjeros habían llegado para oficiar de catalizadores de todos los males sociales, la medicina tradicional era una condena debido a sus horizontes limitados y la brujería pagana era directamente cosa del Diablo. Fuertes concepciones para venir literalmente de un médico-brujo.
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Cuestión, lo que se percibía como una mera excentricidad espiritual devino discurso de odio en pos de construir un nacionalismo de exclusión con un confuso marco teórico. El encargado de llevar la teoría a la práctica no fue otro que el adivino Jacinto Pérez, un lugareño que también se adjudicaba las virtudes y habilidades de un sanador mágico y que se había convertido rápidamente en la mano derecha de Solané.
En la noche de Año Nuevo del año 1871, frente a una gran congregación de seguidores del tatadios en las afueras de la ciudad, Jacinto Pérez convocó a gauchos y peones a formar parte de una gran cruzada contra los inmigrantes. Pasada la medianoche y una vez terminadas las celebraciones (y probablemente con más de una caña encima), una partida de cincuenta criollos emprendió viaje hacia Tandil.
La madrugada del 1 de enero, a eso de las tres de la mañana, este ejército improvisado irrumpió en la ciudad al grito de “¡Viva la Patria!” y “¡Viva la religión!”. También se escuchaban amenazas de muerte a gringos, masones y vascos. El primer lugar al que lograron ingresar fue al Juzgado de Paz local, donde esperaban encontrar armas de fuego pero sólo lograron hacerse con unos sables.
En la plaza central de la ciudad todavía quedaban paisanos festejando la llegada del nuevo año. Allí se dirigieron las tropas al mando de Jacinto Pérez y se cobraron su primera víctima: rodearon y degollaron a un italiano que se ganaba la vida tocando el órgano y que había salido de casa para festejar. A unas cuadras, en otra plaza, masacraron a nueve vascos que se encontraban de paso. Incluso en la volteada murieron los peones de una estancia cercana de patrón inglés; casi todos eran criollos.
Este sangriento asalto llegó a su fin unos veinte kilómetros al norte de la ciudad, donde los hombres de Pérez tomaron el control de un almacén y un hospedaje cuyo dueño era un hombre vasco. Lo tomaron como rehén y lo asesinaron junto a toda su familia y a los trabajadores y pasajeros que se encontraban en el lugar al momento del hecho. Una vez concluido este frenético raid, podían contarse 36 personas asesinadas.
Perturbado y enfurecido, el pueblo tandilense no encontró otra alternativa que alzarse en armas. De forma espontánea, se armó una partida que combinaba miembros de la Guardia Nacional con vecinos indignados. Sin perder tiempo alguno, este variopinto grupo se dispuso a seguir los pasos de los delincuentes.
La partida llegó a la estancia de Ramón Santamarina, que servía de aguantadero para los seguidores del tatadios, y al divisar a los hombres que buscaban abrieron fuego sin previo aviso. En medio del enfrentamiento los criminales trataron de justificarse diciendo que ellos sólo “andaban matando gringos y masones” en pos del bienestar del pueblo. La respuesta fue la más cruda y violenta represalia.
El saldo de este encuentro fueron otros diez muertos, entre los que se encontraba el santo adivino Jacinto Pérez, que para sumarle otro factor crístico a su figura murió atravesado por una lanza. Unos ocho culpables de la masacre fueron apresados. Aunque no se encontraba allí, todos sabían quién era el artífice que faltaba: el tatadios Gerónimo Solané.
La policía lo encontró en su rancho, muy campante, desentendido de lo que había ocurrido. Se declaró inocente y dijo no tener idea de qué le estaban hablando, pero de todas formas fue detenido, encerrado en un calabozo y engrillado. Al regresar a la ciudad, los oficiales tuvieron que evitar que fuera linchado por un pueblo iracundo con sed de venganza. En esa ocasión lograron apaciguar la violencia, pero era sólo cuestión de tiempo.
Cinco días después de la masacre, el 6 de enero de 1872, Gerónimo Solané fue asesinado dentro del calabozo al que había sido confinado. Sobre su cuerpo se identificaron trece heridas de bala. Luego de un largo proceso judicial, los principales actores de la masacre que aún quedaban con vida, apodados “los apóstoles de Dios”, fueron fusilados en la plaza central de la ciudad.
Hasta el día de hoy resulta incierto determinar si Solané fue realmente el instigador de esta cruel matanza y más incierto aún quién lo ejecutó. Hay quienes en la actualidad defienden su inocencia y reivindican su figura, hasta llegó a formarse el Frente Cultural Gerónimo Solané. Por el contrario, otros aseguran que lo que aconteció en Tandil estaba programado para tener lugar en Azul, donde el tatadios cayó preso transitoriamente y no pudo llevar el plan a cabo. En esta línea, también se dice que el plan de exterminio era mucho más abarcativo e incluía un ataque coordinado en Tapalqué, Rauch, Bolívar, Zárate y otras localidades que contaban con comunidades asociadas a seguidores del tatadios. Lo que sí queda claro es lo rápido que puede prender la chispa del nacionalismo de exclusión, sobre todo si una prédica mesiánica acompaña.
Hace años que la teoría del Gran Reemplazo recorre Europa y también logró desembarcar en los Estados Unidos. Sólo queda esperar que nuestra identidad nacional orgullosamente sincrética impida que teorías de esta calaña vuelvan a hacer mella.
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Santi 👽
Santiago Martínez Cartier nació en Buenos Aires en 1992. Se define como escritor de ciencia ficción. Lleva seis novelas publicadas desde el 2014 hasta la actualidad. Edita libros y produce eventos como parte de Criolla Editorial. Colaboró como redactor en diversos sitios especializados en cine y literatura, como Hacerse la crítica, House Cinema y El Teatro de las Voces Imaginarias, entre otros. Produjo el audiolibro El quinto peronismo en formato radioteatro, adaptación de su novela homónima. Organizó varietés culturales y programó y presentó ciclos de cine. Palermo Dead (2021), una sucesión de relatos de terror que transcurren en un edificio maldito construido sobre el Cementerio de la Chacarita, es su último libro de ficción. El año pasado publicó Picnic sideral: Algo en qué creer, una selección mejorada de los mejores newsletters del 2022, en una co-producción entre Mate y Criolla.