El conspiranoico que quiso ser presidente
Apuntes para un perfil de Lyndon LaRouche, el abuelo de los ingenieros del caos
La reina británica Isabel II era la más grande narcotraficante del planeta, líder de una asociación ilícita que haría temblar al mismísimo Al Capone. Con el tiempo, George Soros se transformó en su distribuidor favorito. Como parte de su propia batalla cultural, desde el Instituto Tavistock habían engendrado a los Beatles: un dispositivo de propaganda que permitía promover la cultura de la droga y así degradar al resto de las sociedades occidentales. En el mismo sentido, el VIH había sido creado como arma biológica británica de control poblacional.
Por supuesto, el motor de la historia humana no era otro que la disputa entre platonistas (creyentes en una verdad absoluta) y aristotélicos (devotos de la información empírica). Los males del devenir global se desprenden inevitablemente de una larga hegemonía aristotélica, que favorece la empiria en contraposición a la metafísica y fomenta el relativismo moral. La tecnología, la música y la industria debían apuntar a iluminar y enaltecer al mundo, pero los aristotélicos optaron por la psicoterapia, las drogas, el rock, el jazz y el ambientalismo, tendencias que nos llevarán a una nueva Edad Oscura en que los oligarcas reinarán.
Este es el mundo que habitaba el economista Lyndon LaRouche y en base al cual desarrolló su propia filosofía; una realidad paralela, ficcionalizada a su gusto, en la que muchos de sus seguidores aún residen años después de su muerte. Contraintuitivamente, o tal vez no tanto, LaRouche había empezado su vida política a raíz de una fuerte afinidad por el marxismo. Durante la Segunda Guerra Mundial formó parte del Cuerpo Médico del Ejército de los Estados Unidos en la India y en Birmania, experiencia durante la cual entró en contacto con marxistas locales y se empapó de todo lo que es el materialismo dialéctico. Y claro, al presenciar de primera mano los efectos y consecuencias de la ocupación imperialista, también desarrolló un profundo odio hacia la corona británica.
Al regresar a los Estados Unidos, con un renovado interés por las ideologías políticas, se acercó al Socialist Workers Party (SWP), de tendencia trotskista, y adoptó el seudónimo Lyn Marcus para su yo-militante. Mientras tanto, trabajaba para grandes empresas como consultor de gestión y asesor en procesos de automatización y administración, subido a la cresta de la ola tecnológica de la época.
Lo cierto es que sus ideas, por demás inusuales, lo llevaron a discrepar con la militancia tradicional y a formar su propio partido en 1968: el National Caucus of Labor Committees (NCLC). Esta nueva orga de vanguardia estaba compuesta en su mayoría por ex miembros de Students for a Democratic Society (SDS), de tendencia maoísta, y tenía como gran inspiración a la figura de Rosa de Luxemburgo. Su principal objetivo no era otro que liderar una revolución socialista desde el seno de la sociedad estadounidense; en teoría, un contexto de grandes huelgas y revueltas le daría eventualmente la posibilidad a este puñado de intelectuales iluminados de transformar el país radicalmente.
Y acá es donde sus métodos empiezan a ponerse cada vez más controvertidos. El punto de inflexión en su modus operandi fue definitivamente la Operación Mop Up, una campaña de agitación que buscaba desacreditar y desprestigiar al partido comunista estadounidense (CPUSA). Bajo el mantra de que el resto de la izquierda era el verdadero enemigo al haber sido corrompida por las élites dominantes, LaRouche convenció a los suyos de irrumpir en reuniones y actos del PC armados con cadenas, bates y nunchakus para insultar y agredir físicamente a sus militantes. Con cada acción, pretendían erosionar al rival y convocar cuadros hacia su propia militancia. Más de 60 incidentes similares fueron reportados durante la primavera de 1973.
Esta postura llevó a una rápida radicalización interna. Los miembros del NCLC comenzaron a ser puestos a prueba por medio de “tests de lealtad”. Eran obligados a realizar actos vandálicos contra otros partidos políticos o minorías, debían someterse a “pruebas de ego” donde eran insultados cruda y metódicamente y se les encomendaba espiar y reportar la conducta de sus compañeros de militancia o incluso de sus propias parejas. Estas prácticas estaban destinadas a consolidar la cohesión interna; pruebas de fe y devoción hacia la figura insoslayable del líder Lyndon LaRouche.
Fue justamente durante este período que el muchacho Lyndon comenzó a elaborar algunas de sus más famosas teorías conspirativas: el acto de creer y divulgar elucubraciones de lo más inverosímiles se volvió en sí mismo una nueva prueba de fe. Una de sus grandes banderas fue oponerse al eje Rockefeller-Carter y a la CIA, un tándem que procuraba —según LaRouche— establecer una dictadura proto-fascista en Estados Unidos al deponer al presidente Richard Nixon.
Frente a este gran enemigo y alimentados por un clima paranoico que se respiraba en cada rincón, LaRouche y los suyos comenzaron a pensar en estrategias para engrosar sus filas. De esta forma (a ver si les suena) surgió la siguiente noción: la derecha estadounidense está dividida en dos facciones, una derecha histórica, léase el establishment inamovible o "estado profundo", y una extrema derecha populista que podría ser un aliado en la lucha contra dicho establishment. Este apoyo popular lo llevaría sin duda a ser presidente de los Estados Unidos, pensaba LaRouche, por lo que lanzó su primera candidatura en 1976 desde el Partido Laborista.
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Con esto en mente, el abanico de aliados y allegados del larouchismo comenzó a incluir a figuras un tanto peculiares. Por ejemplo, establecieron contacto fluido con Willis Carto, conocido negacionista del Holocausto, y con Robert E. Miles, “gran dragón” del Ku Klux Klan de Michigan. Un par de años más tarde contrataron a Mitchell WerBell III, fabricantes de armas y ferviente anticomunista que había apoyado a Fulgencio Batista para prevenir la revolución en Cuba y estaba implicado en más de un intento de asesinato oficial a Fidel Castro. Por supuesto, este fue el momento en que empezaron a volar acusaciones de trabajar con la CIA, organismo por demás bastardeado por la prédica de la organización.
Dentro de este ya errático contexto, puede que la teoría conspiranoica más trascendida del larouchismo haya sido aquella que formulaba que una élite financiera mundial, que respondía al Reino Unido, controlaba el narcotráfico global y tenía como gran objetivo desindustrializar a los Estados Unidos. A partir de entonces, el deep state británico se transformó en el principal enemigo imaginario del larouchismo.
Esta teoría se construyó en base a ciertas nociones verdaderas de coyuntura, como el auge de los grandes capitales financieros en detrimento de un modelo históricamente industrialista, e impulsó a que el NCLC saliera a reclutar científicos y técnicos especializados en energía nuclear como forma de preservar la posibilidad de un futuro industrial y desarrollista. A su vez, este repentino interés fue lo que llamó la atención de la administración del presidente Ronald Reagan cuando llegó al poder.
Todo este confuso devenir terminó con Lyndon LaRouche efectivamente acercando posiciones tanto con el gobierno estadounidense como con los servicios de inteligencia, o al menos eso dejaron trascender; una oportunidad única para que sus ideas siempre marginales pasaran a tener cierta centralidad, o al menos legitimidad. Sin pelos en la lengua, LaRouche afirma haber sido el artífice de la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI), conocida popularmente como "Star Wars", que proponía el uso de tecnología láser incorporada a satélites para mantener a raya a la Unión Soviética. Sea o no cierta, esta historia le permitió acercarse a círculos conservadores y terminar de alejarse de sus raíces izquierdistas.
En esta fluctuante cronología, la caída vendría muy cerca del auge. Resulta que la buena gente del NCLC venía realizando múltiples estafas desde comienzos de la década del ‘80 para financiar sus operaciones y campañas. Una de sus tácticas más comunes era pedir préstamos a sus afiliados y seguidores bajo la promesa de reembolsos que nunca ocurrían. También fueron acusados de fraude con tarjeta de crédito; la organización se agenció una serie de cargos no autorizados cuyo monto se elevaba a una millonada de dólares de entonces.
En 1986, todavía con Reagan en el poder, una operación conjunta entre agentes federales y estatales llevó adelante una serie de allanamientos en las oficinas de LaRouche y en las sedes de su partido. Durante el juicio la fiscalía presentó pruebas que acreditaban que la organización había recaudado más de 30 millones de dólares en préstamos que no habían sido reembolsados. En diciembre de 1988, Lyndon LaRouche fue declarado culpable de conspiración para cometer fraude postal y de defraudar al Servicio de Impuestos Internos (IRS).
Mientras cumplía su condena, LaRouche lanzó una nueva candidatura presidencial desde la cárcel, la quinta si contamos las ocasiones en que se presentó para las primarias demócratas. Finalmente, de los quince años a los que había sido condenado cumplió sólo cinco. En 1994 fue liberado y continuó profundizando en su vida política y en la divulgación de sus ideas. El Instituto Schiller, que había fundado en 1984, se transformó en el eje de sus actividades y en la punta de lanza de su organización. A contramano de un discurso oficial cada vez más progresista hacia fines de los años 2000, las obsesiones de LaRouche hacían crecer el número de seguidores día a día.
Los ecos del impacto de algunas de sus narrativas resuenan aún hasta el día de hoy, en diversas latitudes y desde referentes varios. Uno de sus principales reivindicadores y continuadores no es otro que Roger Stone, asesor estrella de Donald Trump y experto en campañas de desinformación de toda índole, y tal vez Jair Bolsonaro nunca hubiera llegado al poder si no fuera por el liderazgo ideológico de Olavo de Carvalho, otro de sus célebres aprendices.
Sus ideas sobre una conspiración malthusiana para reducir la población mundial pueden escucharse de boca de Elon Musk, que busca compensar con una horda de hijos nacidos de vientres alquilados, o incluso de nuestro presidente Javier Milei, quien esbozó estas literales palabras en su recordado acto del Luna Park como forma de justificar su postura antiaborto.
Lo cierto es que en un primer momento, la aparición de Trump generó desconfianza dentro del larouchismo: consideraban que era un engranaje más dentro de la gran conspiración pro-británica. Con el correr de los días, las formas y el contenido del discurso trumpista comenzaron a hacer mella en este pintoresco grupo humano, por lo que decidieron apoyar e impulsar su candidatura. La derecha populista a la que habían soñado atraer en los años ‘70 finalmente había encontrado a un referente natural en The Donald.
Lyndon LaRouche falleció el 12 de febrero de 2019, pero su ecléctico legado perdura a través de diversas organizaciones que continúan promoviendo sus ideas. Con el Instituto Schiller como su (fundación) faro, el larouchismo continua operando desde distintas latitudes, como Italia, Brasil o México, y bajo distintas máscaras. En memoria de su líder, sus seguidores abogan por las causas que él defendió en vida: se oponen al lobby financiero, militan contra el ambientalismo por ser parte de aquella conspiración malthusiana (la “green conspiracy”) y protestan contra las intervenciones militares de Estados Unidos en el resto del mundo al punto de haberse transformado en uno de los principales partidos antibélicos.
Sí, esto último ha generado confusiones en algunos desprevenidos que se acercaron a sus ideas por la prédica antibélica sin saber dónde se estaban metiendo. Sí, también es cierto que entre sus filas se popularizó llevar imágenes de Obama luciendo como Hitler, su forma de mostrarlo como un monstruo por sus políticas intervencionistas.
En un presente donde la noción de verdad está en disputa y las derechas populistas en auge, cabe recordar que algunas personas soñaron con esta realidad décadas atrás y aportaron su granito de arena para que eventualmente la balanza se inclinara para su lado. Lyndon estaría orgulloso.
Si llegaste hasta acá, lamentablemente no te puedo recomendar ningún documental ni película alrededor de la figura de Lyndon LaRouche. No, yo tampoco entiendo como nadie hizo nada al respecto a esta altura.
Lo que sí te puedo recomendar, si no lo viste, es el primer programa de Fe de a ratos de 2025, donde pasé un rato para hablar sobre el próximo Papa, entre profecías, roscas y rumores, en lo que fue la primera columna de muchas en un espacio que hemos denominado Principio de revelación. Espero lo disfruten ✨
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Santi 👽
Santiago Martínez Cartier nació en Buenos Aires en 1992. Se define como escritor de ciencia ficción. Lleva seis novelas publicadas desde el 2014 hasta la actualidad. Edita libros y produce eventos como parte de Criolla Editorial. Colaboró como redactor en diversos sitios especializados en cine y literatura, como Hacerse la crítica, House Cinema y El Teatro de las Voces Imaginarias, entre otros. Produjo el audiolibro El quinto peronismo en formato radioteatro, adaptación de su novela homónima. Organizó varietés culturales y programó y presentó ciclos de cine. Palermo Dead (2021), una sucesión de relatos de terror que transcurren en un edificio maldito construido sobre el Cementerio de la Chacarita, es su último libro de ficción. Recientemente publicó Picnic sideral: Algo en qué creer (2023) y acaba de publicar Picnic sideral: Las fuerzas del cielo (2024), ambas coproducciones entre Mate y Criolla.
Los extrañaba mucho, qué buen regreso!
felicidades por el regreso!
gracias x tanto, Mate! perdón x tan poca yerba