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Espías eran los de antes
Esta confusa historia puede remontarse a los tiempos del general José de San Martín. Allá por los albores del s. XIX nació la inteligencia militar en suelo nacional con el claro objetivo de conocer todo lo posible al enemigo, los campos de batalla y las condiciones meteorológicas antes de entrar en combate. De hecho, una de las primeras misiones de inteligencia estuvo a cargo del Sargento Mayor José Álvarez de Condarco, a quien le fue encomendada la misión de reconocer los pasos de Los Patos y Uspallata como antesala al primer cruce de los Andes.
Desde ese entonces se consolidó la idea de que las tareas de inteligencia quedaran a cargo de las tres fuerzas armadas (el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea) y con el tiempo también se sumó la inteligencia policial. Como no podía ser de otra manera, la aparición de los primeros servicios de inteligencia permanentes surgió en un contexto particularmente convulso: una posible guerra vecinal contra Chile a finales del s. XIX, cuando el mantenimiento del orden interno y el resguardo de la integridad territorial eran las máximas prioridades del gobierno de Julio Argentino Roca.
Esta hipótesis de conflicto impulsó, por un lado, el reequipamiento militar más importante de la historia nacional y, por el otro, la creación del Servicio de Espionaje y Contraespionaje Militar en 1908. Con el objetivo de conocer las capacidades e intenciones militares de los países vecinos, sus primeras delegaciones se instalaron en zonas fronterizas. En paralelo, durante este período también se forjó una de las más férreas tradiciones de nuestros servicios: espiar desde adentro tanto a opositores como a organizaciones obreras y sindicatos.
Puede que una de las primeras grandes intervenciones de los servicios de inteligencia en nuestra historia nacional, tanto locales como extranjeros, haya sido durante el gobierno de Hipólito Yrigoyen. En diciembre de 1918 se andaba corriendo la voz de que resultaba inminente la llegada de agitadores rusos que preparaban un complot bolchevique de desestabilización, en pos de replicar el proceso revolucionario que había acontecido en Rusia poco tiempo antes. Fue en este contexto que se forjó una red de espionaje sostenida por las embajadas de Francia, Italia, Inglaterra y Estados Unidos para investigar y combatir el avance del “maximalismo”, término que se le adjudicaba en ese entonces a los movimientos bolcheviques.
El investigador Hernán Díaz da cuenta de este devenir en su libro Espionaje y revolución en el Río de la Plata (2019), donde reconstruye los perfiles de esta red de espías diplomática y su influencia en la inteligencia local, y repone las distintas teorías y tergiversaciones alrededor de los movimientos de izquierda y del propio gobierno argentino. Por ejemplo, los informantes solían exagerar al respecto del peligro revolucionario y las intenciones de las organizaciones obreras, sostenían una profunda animadversión hacia el perfil proto-socialista de Hipólito Yrigoyen y ponían excesivo foco en el accionar de los inmigrantes rusos en el país. En este contexto, sobre la Semana Trágica se sostuvieron dos versiones: un acontecimiento espontáneo con la huelga de la fábrica Vasena como catalizador o un efectivo intento de revolución comunista. A esta última suscribió incluso el yrigoyenismo.
Unas décadas más tarde, a raíz del progreso técnico del sector, se inauguró la Escuela de Informaciones del Ejército en 1942 y un año después se creó el Servicio de Informaciones del Ejército (SIE). Este organismo nucleó y absorbió a diversas secciones que tenían la recolección de información como fin y se dedicó a obtener datos sobre los ejércitos extranjeros, analizar la probable evolución de determinados conflictos interestatales y conocer el accionar de los elementos de inteligencia externos que aún operaban en el país.
Por supuesto, uno de los principales impulsores de esta modernización del sistema de inteligencia nacional fue Juan Domingo Perón. De hecho, hay versiones que aseguran que su estadía en Chile como agregado de la embajada (1936 - 1938) tuvo como objetivo montar una red de espionaje para acceder a los planes de guerra chilenos alrededor del conflicto por el canal de Beagle. Luego Perón pasó unos años en Italia, durante el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, donde se familiarizó con el funcionamiento de las agencias de inteligencia estratégico-militares europeas.
Esta experiencia inspiró el proceso de modernización que llevó adelante durante su gobierno, que incluyó tanto equipamiento como organización y doctrina. A este respecto, en 1948 se promulgó la reforma militar. Perón veía con malos ojos una exagerada concentración de poder en el sector militar y fue por esa misma razón que decidió fundar los primeros organismos de inteligencia nacional fuera de la órbita de las Fuerzas Armadas. Otro pequeño detalle: el General temía el estallido de una nueva guerra mundial ante un eventual desequilibrio de la relación de fuerzas entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y quería estar preparado.
Fue así que entre las décadas de 1940 y 1950 se crearon varios organismos incluyendo la CIDE (Coordinación de Informaciones del Estado), cuyo objetivo central fue oficiar de agencia de inteligencia nacional administrada por el poder civil; realizar tareas que hasta ese entonces habían estado en manos militares. Por supuesto, durante esta etapa los servicios cumplieron con sus funciones tradicionales: evitar cualquier intento de boicot interno, monitorear potenciales hipótesis de conflicto con países vecinos y controlar el avance del comunismo y el anarquismo dentro de los sindicatos. De cualquier forma, hay que decir que aunque todas estas dependencias estaban bajo la órbita directa del presidente, en muchos casos los altos mandos volvieron rápidamente a estar a cargo de miembros de las Fuerzas Armadas.
Luego del golpe del ‘55, la militarización de estos organismos volvió a ser total y la influencia de ciertas agencias extranjeras comenzó a hacerse notar. Tras la Segunda Guerra Mundial, el mundo había quedado dividido en dos polos (o mundos) opuestos y la disputa por el control social y psicológico de ese tercer mundo que había quedado al margen también se jugó desde los servicios.
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De Aramburu a Neiffert Caputo Stiuso
Al gélido calor de la Guerra Fría, los servicios de inteligencia proliferaron como flores en primavera. Dos años después del nacimiento de nuestra CIDE apareció en Estados Unidos la agencia más influyente y cinematográfica de todas: la CIA. Le siguieron el Mossad en el ‘49 y la KGB en el ‘54. Los conflictos geopolíticos ya no se disputaban en la superficie, sino en oscuras subtramas invisibles que buscaban inclinar el tablero del poder hacia un sentido o hacia el otro.
En este contexto emergió el gobierno de facto de Pedro Eugenio Aramburu y con su Revolución Libertadora llevó adelante una campaña de “desperonización” del país donde los servicios de inteligencia tuvieron un rol protagónico. Para esta altura dichas dependencias ya habían atravesado un proceso de politización partidaria interno al abocarse a investigar el intento de golpe encabezado por Benjamín Menéndez en el ‘51 y a desarticular otras eventuales conspiraciones.
Hubo un sólo organismo de inteligencia que permaneció al margen de estas tareas: el SIN (Servicio de Informaciones Navales). Este sector se caracterizó por nunca haber colaborado con el gobierno peronista y por ostentar un rol central en la planificación del golpe, incluyendo los bombardeos a Plaza de Mayo. A raíz de este posicionamiento ideológico y programático, el SIN experimentó un crecimiento exponencial tras la caída de Perón. Sus agentes comenzaron a ocupar roles cada vez más destacados e incluso la Policía Federal pasó a responder a sus órdenes.
Por esos años ya comenzaba a traslucirse un oscuro entramado que reflejaba la complicidad entre el Poder Judicial de la Nación y la SIDE, que había sido rebautizada un año después del golpe. Un ejemplo paradigmático fue el asesinato del abogado Marcos Satanowsky, ocurrido en 1957 tras haber denunciado irregularidades en el traspaso del diario La Razón. Un crimen que fue inicialmente encubierto como un asalto y luego se reveló la implicación de altos mandos de los servicios de inteligencia para proteger intereses políticos. De más está decir que el caso fue seguido en tiempo real por Rodolfo Walsh en la revista Mayoría, cobertura que luego sería publicada en formato libro como Caso Satanowsky en 1973.
A todo esto, en el ‘59 la Revolución Cubana tomó al mundo por asalto y la doctrina de contención del comunismo impulsada por el gobierno de Estados Unidos llegó hasta nuestras tierras. Al consolidarse este nuevo prisma interpretativo, la prescripción del peronismo pasó a ser leída como una versión local de la lucha anticomunista. Como muestra explícita de alineamiento, el Ejército comenzó a publicar la revista Manual de Informaciones, a cargo del órgano de Actividades Psicológicas, que buscaba cristalizar y contagiar un sentido de época profundamente antimarxista.
Para esta altura nuestros servicios ya se encontraban fuertemente influenciados por las Fuerzas Armadas francesas, que habían desembarcado en la Argentina para capacitar a los oficiales locales en técnicas de “guerra contrarrevolucionaria”; principios forjados ante las guerras de descolonización de Argelia e Indochina que se tradujeron en estrategias y tácticas represivas de manual para exportar. Tal fue la influencia de esta corriente que en 1961 tuvo lugar en Buenos Aires el primer Curso Interamericano de Guerra Contrarrevolucionaria, con participación de todos los países de la región.
Ante esta influencia doctrinaria tanto europea como estadounidense, la lucha contra el comunismo internacional se volvió una prioridad absoluta para las Fuerzas Armadas y para los servicios de inteligencia. Este enfoque también tuvo un efecto secundario inesperado: enfriar cualquier hipótesis de conflicto con naciones fronterizas como Chile, Brasil y Paraguay, que ahora encontraban en el comunismo soviético un enemigo común. Desde la década del ‘50 hasta fines de los ‘70, el intercambio de información militar entre estos países fue continua y fluida.
Fue también durante este período histórico que desde la Escuela de las Américas se capacitó a los oficiales en técnicas de interrogatorio, espionaje y extorsión. De hecho, estas capacitaciones incluían elementos jurídicos y normativos que justificaban la aplicación de torturas a los “subversivos”. El derecho humanitario y los Convenios de Ginebra habían quedado atrás. La nueva doctrina consideraba que el “enemigo interno” era una amenaza tal que no merecía ser tratado como un ser humano.
Así fue como nuestros militares y nuestros servicios se formaron con los manuales de interrogatorio y tortura provenientes de Francia, Israel y los Estados Unidos, lejos de cualquier concepción del derecho humano o garantía jurídica para los interrogados. Ante la amenaza del terrorismo soviético, el fin justificaba cualquier medio.
Tras el golpe del ‘76, la SIDE pasó a cumplir una doble función. Por un lado, el organismo realizaba tareas de inteligencia para determinar a quiénes había que “desaparecer” —incluyendo informes periódicos para el infame Batallón 601 del Ejército— y era parte activa de la ejecución del plan de exterminio; el Grupo de Tareas 5, conformado por miembros de los servicios, se encargó de secuestrar y desaparecer forzadamente a los que ellos mismos catalogaban como “elementos subversivos”. Por el otro, se encargaba de las operaciones psicológicas a través de la agencia Saporiti, una entidad de noticias localizada en el Palacio Barolo que se encargó de difundir desinformación y propaganda favorable al régimen, valiéndose de tácticas de espionaje y censura.
Con el regreso de la democracia en 1983 se auguraban tiempos de renovación, por lo que Raúl Alfonsín decidió nombrar al abogado y diputado radical Roberto Pena al mando de la SIDE. Uno de sus primeros actos fue la expulsión de más de 860 empleados militares, en busca de llevar adelante una efectiva purga, pero este acto tuvo un inesperado efecto colateral. La “mano de obra desocupada”, como se bautizó luego a estos servicios que se habían quedado sin a quién torturar, fueron los artífices de una ola de secuestros extorsivos como el del banquero Osvaldo Sivak. Incluso se podrían englobar dentro de esta oleada los secuestros del clan Puccio.
Ah, un pequeño detalle un tanto contradictorio: el primer guardaespaldas de Alfonsín al asumir el cargo fue Raúl Guglielminetti, reconocido miembro de la sanguinaria Banda de Gordon y, como todo tiene que ver con todo, uno de los represores que el séquito de diputados de La Libertad Avanza fue a visitar recientemente junto con Alfredo Astiz y otros oscuros personajes.
De cualquier forma, durante aquellos años la SIDE se llenó de jóvenes alfonsinistas de formación universitaria y continuó con sus tareas de inteligencia de forma regular, lo que permitió prevenir una serie de intentos de desestabilización impulsados por ex militares. A pesar de su relativa eficacia, se dice que Alfonsín nunca logró controlar del todo a sus servicios.
Y entonces, de la mano de Carlos Saúl Menem, llegaron los ‘90 con un extraño esplendor que emanaba desde el Consenso de Washington. El primer secretario de inteligencia de esta etapa fue Juan Bautista “el Tata” Yofre, cuya gestión implicó la reintegración de cuadros militares en altos cargos del organismo. Su breve gestión culminó con un escándalo al filtrarse un carpetazo que buscaba exponer a periodistas de medios como El Porteño y Página 12.
En su reemplazo llegó al cargo Hugo Anzorreguy y bajo su órbita comenzó una profunda connivencia con el Poder Judicial y la SIDE se transformó en un órgano cooptador y corruptor de jueces que pasaron a formar parte de la “cadena de la felicidad”. ¿Qué implicaba esta cadena? Sobres que llegaban a jueces, fiscales y periodistas cargados de dinero proveniente de los fondos reservados de la agencia.
Fue en este marco que tuvo lugar el atentado a la AMIA en 1994, otro caso de corrupción y desinformación que tuvo a la SIDE como protagonista y cuyas consecuencias y controversias son palpables al día de hoy. Los servicios de inteligencia fueron acusados de encubrimientos y manejos turbios en la investigación del atentado, incluyendo múltiples irregularidades en la recolección de pruebas y en el desenvolvimiento de la investigación. Incluso se acusa al organismo de haber ejercido una negligencia premeditada, al contar en el historial con el atentado a la Embajada de Israel dos años antes.
Durante esta etapa, Antonio Horacio “Jaime” Stiuso se encontraba en su auge de influencia dentro del organismo (había entrado en el ‘72 como “administrativo”), al frente de la oficina de Contrainteligencia. Desde esa posición, Stiuso logró abrirse paso y ejercer cada vez más poder gracias al manejo de "carpetas" con información que podía ser usada para manipular a políticos, jueces y otras personalidades influyentes; sí, durante esta época y alrededor se su figura fue que se terminó de acuñar el término “carpetazo”. Dato de color: el seudónimo “Jaime” es una traducción local de James, en homenaje al espía más popular de la historia del cine. Parece que no sólo Santi Caputo flashea Hollywood, ya es casi tradición dentro del mundillo.
Así llegamos a la asunción de Fernando de la Rúa en 1999, en cuyo gobierno también se buscó una depuración de la SIDE. Nombró a Fernando de Santibañez como jefe de la agencia, quien prometió modernización y despidió a 1093 agentes. Sin embargo, este período estuvo marcado por el "escándalo de las coimas en el Senado". La SIDE estuvo implicada debido a su supuesta participación en la entrega de sobornos para asegurar votos a favor de la Ley de Reforma Laboral. La costumbre, ¿no?
El 3 de diciembre de 2001, días antes del estallido social, el Congreso aprobó la Ley de Inteligencia Nacional 25.520. Esta ley intentaba otorgar más transparencia e institucionalidad a la inteligencia argentina, creando la Comisión Bicameral de Fiscalización de Organismos y Actividades de Inteligencia y renombrando a la SIDE como Secretaría de Inteligencia (SI) .
Por supuesto, al asumir la presidencia un advenedizo Néstor Kirchner, tuvo lugar un nuevo intento de renovación. Si bien en un principio la relación entre ambos sectores era buena, al poco tiempo de la asunción presidencial tuvo lugar un hecho inédito: el entonces ministro de Justicia de la Nación, Gustavo Béliz, reveló la identidad de Jaime Stiuso en televisión, lo que llevó a su salida del gobierno. Béliz había violado la Ley de Inteligencia Nacional, que en su artículo 16 califica como secreta la identidad del personal del organismo. Este fue el primer ruido entre el histórico espía y el kirchnerismo, pero estaría lejos de ser el último.
Con el transcurrir de los gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner, la relación con Stiuso se fue tensando día a día. Al darse cuenta del poder concentrado que la agencia ostentaba, el kirchnerismo intentó hacer lo que había hecho Perón pero a la inversa: darle más recursos a la inteligencia militar para aminorar el peso y la influencia de los servicios. La cosa se fue enturbiando hasta que aconteció un hecho trágico que marcó un antes y un después.
El 18 de enero de 2015 el fiscal Alberto Nisman, quien investigaba la causa AMIA, fue hallado muerto en su departamento, y menos de diez días después Cristina Kirchner relevó a Stiuso de su puesto, anunció la disolución de la SI y la creación de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI); los fondos dejaron de ser reservados y las escuchas telefónicas pasaron a otra jurisdicción. Resulta que Nisman tenía lazos estrechos con Stiuso (y con los servicios de inteligencia en general) y mientras el fiscal investigaba la causa, su amigo el espía contaba con más de una sospecha de encubrimiento en la misma.
Estas sospechas crecieron aún más durante el gobierno de Mauricio Macri, cuando tuvo lugar un misterioso robo en los sótanos del Palacio Barolo. Una oscura oficina donde la AFI guardaba discos duros con informes, escuchas y otros documentos alrededor del caso AMIA fue desvalijada de un momento a otro; un reducto que había sido montado por el propio Jaime Stiuso. Mientras todo esto acontencía, Mauricio Macri se divertía con su juguete nuevo: un equipo dedicado al espionaje ilegal. Al mando de Gustavo Arribas y Silvia Majdalani tuvieron lugar escándalos como el D’Alessio Gate, donde la AFI se valió del falso abogado Marcelo D’Alessio para realizar operaciones y extorsiones al armar causas en contra de funcionarios kirchneristas.
Como todo nuevo presidente, al asumir Alberto Fernández prometió una gran reforma estructural de los servicios de inteligencia que terminó en la nada. Tal vez el único hito durante su mandato haya sido la desclasificación de algunos documentos relacionados con la inteligencia durante la última dictadura militar y la firma de un DNU con el objetivo de limitar las capacidades de los espías.
Finalmente quien se propuso llevar adelante una gran reforma, pero en el sentido opuesto, fue Javier Gerardo Milei (¿o debería decir Santiago Caputo?). El pasado 15 de julio, el gobierno relanzó la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), un rebranding a medida de su nostalgia noventista. A su vez, esta secretaría nuclea a cuatro grandes organismos: Servicio de Inteligencia Argentino (SIA), Agencia de Seguridad Nacional (ASN), Agencia Federal de Ciberseguridad (AFC) y la División de Asuntos Internos (DAI). Sí, este último es el que lleva por logo una pirámide masónica directamente extirpada del billete de un dólar.
Al frente del organismo se nombró a Sergio Neiffert, un hombre de extrema confianza de Santiago Caputo que llegó en reemplazo de Silvestre Sívori, quien fuera protagonista de una feroz interna que incluía espionaje y hostigamiento a la ministra Sandra Pettovello y que terminó con la expulsión de Nicolás Posse de la jefatura de Gabinete. Desde un primer momento se supo que Posse era quien movía los hilos de los servicios e internamente no le perdonan haberlos utilizado en beneficio de sus propios intereses.
También es vox populi que detrás de este rediseño estructural no se encuentra otro que Jaime Stiuso, quién habría recomendado a dos figuras fundamentales para tal fin: Lucas Nejamskis, supuesta mano derecha del espía, y José Luis Vila, ex funcionario del ministerio de Defensa. De esta forma, Santiago Caputo se terminó de consolidar como una de las personas más poderosas del gobierno sin ostentar cargo oficial alguno (más que el de un asesor secundario), al mando de una SIDE donde los fondos vuelven a ser reservados y donde el nombramiento de los espías ya no requiere de la aprobación del Congreso: con una notificación basta y sobra.
Esta reestructuración para nada sutil de la inteligencia nacional suscita preguntas incómodas para un gobierno que la semana pasada se presentó solemne y compungido en el acto por el 30 aniversario del atentado de la AMIA. Claro que Milei aprovechó la oportunidad para reforzar su posicionamiento geopolítico y su alineamiento con el estado de Israel, fingiendo demencia con respecto al hecho de que dentro de su gobierno cuenta con la influencia de más de un presunto encubridor del atentado: el ministro de Justicia Mariano Cúneo Libarona y su ahora asesor de inteligencia en las sombras, el propio Jaime Stiuso.
Tal vez sea hora de que el gobierno comience a asumir las contradicciones que día a día se evidencian entre el discurso y la praxis.
El próximo capítulo de esta historia está todavía por escribirse, pero vieron cómo es la cosa. Una escucha ilegal y una opereta no se le niega a nadie.
Como es usual, paso a dejar un par de datos para quien desee profundizar en estos asuntos. Por un lado, mucha de la información utilizada fue tomada de un extenso artículo de Ivan Poczynok titulado “Doctrinas de guerra e inteligencia militar en Argentina (1948-1983)”, que puede leerse acá, y también de este otro titulado “Sobre espías y revoluciones en el Río de la Plata” de Daniel Lvovich, que puede leerse acá.
El título de esta edición hace referencia a la película Gracias por los servicios (Roberto Maiocco, 1988), que retrata de forma un tanto explotativa un secuestro en manos de la infame “mano de obra desocupada”. Sobre esta y otras películas del cine paranoico de los ‘80, ya hemos hablado alguna vez en esta noble publicación.
Como siempre, gracias por las lecturas y por el amor.
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Santi 👽
Santiago Martínez Cartier nació en Buenos Aires en 1992. Se define como escritor de ciencia ficción. Lleva seis novelas publicadas desde el 2014 hasta la actualidad. Edita libros y produce eventos como parte de Criolla Editorial. Colaboró como redactor en diversos sitios especializados en cine y literatura, como Hacerse la crítica, House Cinema y El Teatro de las Voces Imaginarias, entre otros. Produjo el audiolibro El quinto peronismo en formato radioteatro, adaptación de su novela homónima. Organizó varietés culturales y programó y presentó ciclos de cine. Palermo Dead (2021), una sucesión de relatos de terror que transcurren en un edificio maldito construido sobre el Cementerio de la Chacarita, es su último libro de ficción. El año pasado publicó Picnic sideral: Algo en qué creer, una selección mejorada de los mejores newsletters del 2022, en una co-producción entre Mate y Criolla.