Civilización y barbarie: el vampiro a través de los tiempos
o de las configuraciones políticas del vampirismo, desde Polidori y Stoker hasta El Conde de Pablo Larraín
“Recordemos que la palabra monstruo tiene la misma raíz que demostrar;
los monstruos significan.”
- Donna Haraway
La mutabilidad del miedo
Allá por el año 1718, extraños reportes llegaban desde los principales poblados de Serbia. Según se decía, los locales habían empezado a desenterrar y a mutilar a sus muertos como forma de encontrar una respuesta a la oleada de muerte que los rodeaba: plagas y enfermedades que día a día atestaban las calles de cadáveres. Ante la falta de un discurso científico hegemónico, el pueblo serbio había optado por el camino de la superstición.
En Europa del Este las historias de demonios chupa-sangre eran parte del folclore desde tiempos inmemoriales. El moroi para los romaníes o el lugat para los albaneses ya exhibían algunas de las características que hoy le adjudicamos a la concepción moderna del vampiro: seres no-muertos, de vida exclusivamente nocturna y con la habilidad de cambiar formas a su placer. Por eso, al momento en que la muerte empezó a acechar al pueblo sin aparente explicación, el primer instinto fue echarle la culpa a los (no)muertos.
Luego de la guerra austro-turca (1716-1718), que había enfrentado al Imperio Otomano con la monarquía de Habsburgo, el norte de Serbia y gran parte de Bosnia habían quedado bajo los dominios de esta última. Fue entonces que la emperatriz María Teresa I de Austria se enteró de que sus flamantes ciudadanos se encontraban desenterrando y mutilando cuerpos a troche y moche y decidió hacer algo al respecto. El encargado de poner orden fue su médico personal, Gerard van Swieten, que viajó hacia el este para ver qué era lo que estaba pasando.
Como fiel representante de la Era de las Luces, Gerard consideraba que la mayor parte de Europa del Este todavía no había sido bendecida con el don de la racionalidad que el iluminismo se había encargado de esparcir desde el extremo occidental del continente. A sus ojos, el mito del vampiro era producto de la “ignorancia de la barbarie” y su principal objetivo era erradicarla de raíz. Al llegar a destino se dio cuenta de que su misión iba a resultar más difícil de lo que pensaba, ya que la mitología local estaba fuertemente consolidada y hasta contaba con algunos vampiros tristemente célebres, como los casos de Petar Blagojević y Arnold Paole.
Su trabajo de campo reveló una de las principales causas de esta gran histeria colectiva. Al buscar respuestas en las tumbas, la población local se encontraba con cadáveres cuyas uñas y pelo habían crecido, de panzas infladas, sangre brotando de la comisura de sus labios y, en algunos casos, un estado de descomposición poco avanzado producto de la falta de oxígeno; una serie de características de fácil explicación médica, pero cuyo desconocimiento general llevaba rápidamente a sacar conclusiones sobrenaturales.
Ante este panorama, Gerard redactó un reporte que tituló Discurso sobre la existencia de los fantasmas (1755), donde se explayó sobre la causas que le dieron fuerza a este tipo de supersticiones. En sus propios términos: “todo el alboroto no proviene de otra cosa que del miedo vano, la credulidad supersticiosa, la imaginación oscura y azarosa y la simpleza e ignorancia de esta gente”. Al recibir este reporte, la emperatriz María Teresa resolvió prohibir por decreto las prácticas que el pueblo utilizaba para “combatir” a los vampiros: profanación de tumbas, decapitación y quema de cadáveres, y pasar a potenciales vampiros por la “prueba de la estaca”, si usted me entiende.
A pesar de los continuos esfuerzos iluministas por erradicar la creencia en estas criaturas de la noche a fuerza de razón y empiria, el mito prevaleció y creció hasta llegar a nuestros días. El culpable de reformular el arquetipo del vampiro para darle una nueva vida, y así continuidad como parte de la cultura pop, también fue un médico. Su nombre era John William Polidori, el cuento que escribió se llamaba El vampiro (1819) y su existencia fue producto de cierta apuesta de la que alguna vez hemos hablado.
Todo surgió en el verano de 1816 en Villa Diodati, mansión ubicada en las cercanías del lago de Ginebra, Suiza, que se había transformado en refugio para artistas y pensadores de la época. Aquel verano coincidieron el poeta Percy Bysshe Shelley, su joven esposa Mary, el también poeta Lord Byron y su médico personal, John William Polidori. Parece ser que el tordo tenía encima un libro alemán de historias de fantasmas, titulado Fantasmagoriana, y luego de compartir su lectura surgió la idea de que cada uno de los cuatro tenía que escribir su propio relato de horror.
Sin duda el resultado de mayor trascendencia fue “El sueño” de Mary Shelley, relato que unos años después se transformaría en Frankenstein o el moderno prometeo (1818). En segundo lugar, de un impacto tan profundo como invisible, quedó El vampiro de Polidori, un cuento que tenía como protagonista a un joven inglés de nombre Aubrey cuyas desventuras comenzaban al conocer al misterioso Lord Ruthven, un hombre de origen desconocido que acababa de ingresar a la alta sociedad londinense.
Este relato ya planteaba dos aspectos fundamentales en la mutación del arquetipo folclórico del vampiro, en este caso narrado desde la racionalidad industrial inglesa. Por un lado, la concepción de un personaje de origen misterioso (presuntamente ligado a Europa del Este) que llega a Inglaterra para infiltrarse en la sociedad local. Por el otro, su pertenencia a una aristocracia antigua y decadente, símbolo de una barbarie feudal que el mundo occidental había dejado atrás.
¿Les suena, no?
Por fortuna todavía no nos vimos obligados a dar ese salto de fe que nos lleve a empezar a creer que Jorge Rial es el líder de una entidad intergaláctica que capura almas a través de los rayos catódicos de los televisores de antaño para utilizar su energía como medio para volver a casa, del otro lado de la Vía Lactea, o algo por el estilo.
Si querés que podamos serguir manteniendo nuestros pies sobre la Tierra y que sigamos produciendo todo este vasto y enriquecedor contenido, entrá a somosmate.ar y tiranos unos morlacos para que algún día podamos garparnos un satélite que nos lleve hasta lo más profundo del cosmos 🪐
El Conde y sus variables
“Los murciélagos me hacen acordar a Béla Lugosi.”
- Luca Prodan
Un joven abogado inglés viaja a tierras rumanas para reunirse con un noble en su castillo. El objetivo del viaje es simple: cerrar un negocio inmobiliario en Inglaterra y volver a casa con los papeles firmados. Al llegar, el joven nota que alrededor del castillo todo parece suceder de forma extraña, como si algo de lo que lo rodea no fuera de este mundo. Las sospechas caen sobre el dueño de casa, que en cada oportunidad que tiene lo insta a quedarse unos días más.
Luego de un período de negación, el joven se reconoce prisionero, víctima de un plan mucho más grande y más antiguo que su persona. El Conde no es humano, piensa Harker desde el encierro. Mientras tanto, el noble prepara en secreto su exilio. A bordo de un barco, emprende una larga travesía que finalmente lo lleva a la moderna ciudad de Londres. Misteriosamente, el barco llega vacío y maltrecho; la tripulación asesinada y jirones de sangre en cada rincón. La barbarie acaba de desembarcar en la civilización.
Al llegar a destino, el Conde busca darle continuidad a su legado y a su sangre; una misión que consiste en “convertir” a ciudadanos locales para comenzar a esparcir una “nueva raza” desde las entrañas de Inglaterra. Sí, claro, en esta línea podríamos decir que el Drácula (1897) de Bram Stoker es una fiel representación del miedo inglés a la inmigración atravesado por los motivos narrativos del gótico. Una historia sobre el tradicional pavor del europeo occidental a la aculturación producto de la hibridación social, eso mismo que hoy funciona como combustible del odio de las nuevas derechas y que le permitió a Boris Johnson (y sus antecesores) llevar adelante su tan preciado Brexit.
Y es que, históricamente, el arquetipo narrativo del vampiro siempre operó como dispositivo político. Si para el hambreado y enfermo pueblo serbio estos demonios chupa-sangre eran el miedo a la muerte y el abandono dentro de una sociedad pre-iluminista, en la pujante Inglaterra industrializada el vampiro era un inmigrante nativo de tierras “menos civilizadas” y con “costumbres salvajes”, que llegaba para contaminar con su barbarie al prístino entramado social británico.
En otras palabras, a partir de los aportes de Polidori y Stoker, el vampiro se transformó en un monstruo gótico hecho y derecho; en una criatura que viene a representar a ese mundo más antiguo y más firme que el Iluminismo intentó dejar atrás pero que de todas formas sigue manifestándose, colándose por los recovecos y las hendiduras del pensamiento racional. En el caso de Stoker, su Conde también estuvo influido por dos personajes históricos: Vlad III de Valaquia (o Vlad, el Empalador), sangriento héroe nacional rumano, y Elizabeth Bathory, también conocida como la Condesa Sangrienta (sí, esa a la que nuestra Alejandra Pizarnik le dedicó un inolvidable y traumático librito).
La historia de Drácula tuvo tal impacto que rápidamente contó con una adaptación teatral y también se hizo un lugar dentro de las primeras películas de la incipiente historia del cine. Nosferatu (1922) de F. W. Murnau, esa pieza icónica del expresionismo alemán, no es otra cosa que una fiel adaptación de la novela de Stoker que evitó pagar derechos de autor al cambiar los nombres de todos los personajes, pero con la trama intacta. Una de las primeras encarnaciones de lo vampírico en el cine con Max Shreck como Graf Orlok, o sea, el Conde de turno.
Aunque Nosferatu haya generado su propia iconografía, alguna que otra remake y un gran mito alrededor de su rodaje —se dijo por ahí que Shreck era un vampiro real y que por eso la película sólo podía filmarse de noche, teoría ficcionalizada en Shadow of the Vampire (2000)—, no queda duda de que la versión definitiva del Conde llegó de la mano de los primeros esfuerzos sonoros del modelo industrial hollywoodense.
En 1931 se estrenó Drácula, dirigida por el querido Tod Browning —que al año siguiente dirigiría Freaks, su película maldita— y protagonizada por Béla Lugosi, un actor austro-húngaro que venía de encarnar al Conde en su versión teatral en Broadway y cuya imagen quedó inmortalizada para siempre gracias a su paso por el cine. Sí, si vieron Ed Wood (Tim Burton, 1994), Lugosi aparece como ese actor venido a menos que se ve obligado a dormir en el sillón del protagonista.
Ah, una curiosidad de esas que no se olvidan: en paralelo a la película de Browning se filmó una versión de Drácula en español con el objetivo de amortizar el rodaje principal y ofrecer el mismo producto al mercado de habla hispana. A esta versión se la considera un tanto más “disruptiva” que la original, con un grado mayor de creatividad al encarar ángulos, encuadres y movimientos de cámara, que ya eran limitados desde el vamos al tener que respetar posiciones de micrófonos fijos y otras complicaciones que traían los primeros intentos de grabar sonido directo. Una de esas rarezas realmente entrañables.
Hay que decir que la película de Browning fue sólo el puntapié inicial de un muy redituable fenómeno taquillero: la franquicia de los Monstruos Clásicos de Universal. A Drácula se sumaron otras figuras estelares, como Frankenstein, el Hombre Invisible, la Momia y el Hombre Lobo, que entre secuelas y crossovers llegaron a sumar unas 45 películas. La historia del conde favorito de todos tuvo su continuación, por un lado, en La hija de Drácula (1936) y El hijo de Drácula (1943) y, por el otro, en esos mash-ups de personajes que fueron La mansión de Drácula (1944) y La mansión de Frankenstein (1945). Por cuestiones varias, el rol protagónico fue pasando de manos y estuvo a cargo de gente como Lon Chaney Jr. y John Carradine.
Ah, sí, la única otra aparición del querido Béla Lugosi dentro de la franquicia fue durante sus últimos estertores, como parte de esa comedia autoparódica e hilarante que fue Abbot y Costello contra los fantasmas (1948), otra que Mingo y Aníbal. También hay que decir que un poco volvió al mismo rol, pero peor dirigido, en la que muchos consideran exageradamente como la peor película de todos los tiempos: Plan 9 from Outer Space (1957), un argumento sin pies ni cabeza pero con vampiros extraterrestres dirigido por Ed Wood, en cuyo rodaje se inspiró la mencionada película de Burton.
Unos años más tarde la posta la tomó Hammer Films, productora británica que se hizo cargo de su legado gótico al que rindió homenaje continuamente. Las películas de la Hammer se caracterizaban por sus decorados victorianos sobrecargados y por su uso explícito de la sangre para darle un giro fresco a los mismos monstruos que poco antes habían sido explotados del otro lado del charco. En este contexto fue que apareció Drácula (Terence Fisher, 1958), protagonizada por el también icónico Christopher Lee —al que mi generación conoció como el Saruman de El señor de los anillos— y con Peter Cushing en el rol antagónico de Van Helsing.
Esta nueva saga contó con al menos nueve secuelas y algún que otro spin-off, y medio que a partir de acá las apariciones y reversiones del personaje se vuelven prácticamente inabarcables entre películas, especiales televisivos y capítulos de series.
Ya que estamos en esta, no podemos dejar de nombrar un par de casos célebres que demuestran el impacto local del fenómeno, como Sangre de vírgenes (1967) de Emilio Vieyra —delirio filmado en Bariloche donde le ponían un filtro negro a las gaviotas para que parezcan murciélagos— o Los vampiros los prefieren gorditos (1974) de Gerardo Sofovich, protagonizada por Jorge Porcel y Javier Portales.
Ahora bien, durante todo este vasto período, si bien se actualizó o se reformuló ligeramente, el arquetipo del vampiro quedó profundamente ligado a esta figura aristocrática que con el tiempo fue perdiendo peso al no contar con un referente histórico directo; un representante de un viejo orden que antena contra la moderna racionalidad del presente. Tal vez sea por eso que El Conde (2023) de Pablo Larraín resulte una verdadera bocanada de aire fresco al volver a poner el foco en la carga política del vampiro.
Antes que nada hay que decir que no es la primera vez que el director chileno se mete de lleno con el período histórico más cruento de su país. En Tony Manero (2008) sigue a un protagonista que encuentra una vía de escape al horror de la dictadura en su obsesión con Fiebre de sábado por la noche, en Post Mortem (2010) retrata una historia de amor entre un médico forense y una corista en el caldeado clima del golpe del ‘73 y en No (2012) ensaya una ficción histórica alrededor del referéndum que terminó con la presidencia de Pinochet.
En El Conde, Larraín vuelve sobre la figura del dictador para ponerlo en el rol de un viejo vampiro cuyos orígenes se remontan a la Revolución Francesa como contrarrevolucionario; un personaje que atravesó la historia de la humanidad como defensor irrestricto de un desigual status quo. La película arranca con Pinochet-vampiro recibiendo a sus hijos para definir su sucesión, o sea, para repartir todos esos dólares acumulados en cuentas off-shore gracias a la malversación de fondos públicos durante su gobierno de facto.
La cosa se pone espesa, surrealista y sobre todo cómica; una película que combina una estética estilizada, una puesta en escena detallista y muchísimo sentido del humor para trasladar el arquetipo del vampiro a un significante político que nos atraviesa: el del neoliberalismo como predador de América Latina. Como si faltara algo, podemos decir que se trata de una película que de alguna forma se ríe de los propios o con un profundo conocimiento de causa, si es que tenemos en cuenta el para-nada-derechista árbol familiar del director.
Este año se estrenaron otras dos películas que volvieron una vez más sobre la trama de la novela de Stoker, como Renfield —enfocada en el ladero del Conde— o The Last Voyage of the Demeter —basada exclusivamente en el capítulo del viaje en barco—, pero ninguna logró resignificar esta narrativa decimonónica como lo hizo la película de Larraín. Un Drácula neoliberal, extractivista, corrupto, avaro y traidor; un verdadero villano del siglo XX que en el siglo XXI sigue más vigente que nunca.
Sí, quedaron un montón de cosas afuera, pero hoy llegamos hasta acá.
Sí, quedó afuera el Drácula de Pepito Cibrián, mala mía, realmente.
Otro día la seguimos. Hasta la próxima🧛🏼