De la transmutación de los objetos en el arte
Jan Švankmajer o el cine de animación del otro lado de la cortina de hierro
Entre la fe y la razón
Pocos lugares en el mundo ostentan un pasado tan (literalmente) mágico como la ciudad de Praga, considerada por algunos como la capital ocultista y alquímica del viejo continente. Debajo de sus calles se esconden escurridizos y laberínticos pasadizos que unen antiguos laboratorios donde alguna vez se intentó dar con la fórmula de la piedra filosofal y los más destacados edificios y monumentos públicos se encuentran colmados de símbolos que remiten a una era donde una espiritualidad pagana y expansiva se respiraba en las calles.
La pregnancia social de estas ideas y motivos pueden rastrearse hasta el reinado de Rodolfo II de Habsburgo, quien supo ser Archiduque de Austria, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y, lo que más nos interesa en esta oportunidad, Rey de Bohemia, región de la Europa centro-oriental de la cual Praga era su capital económica y cultural. Se dice por ahí que el bueno de Rodolfo, al llegar al poder, ya venía con un bagaje de ideas que lo acercaban cada día más a una concepción esotérica del mundo.
Parece que, como parte de sus aposentos reales, Rodolfo contaba con su propio laboratorio alquímico repleto de plantas, flores y especias de todo el mundo que utilizaba para hacer sus propios elixires. Su inspiración venía de antiguos libros como el Picatrix, texto de unas 400 páginas originalmente escrito en árabe y presumiblemente originario del S. XI, que nucleaba años de conocimientos mágicos, alquímicos y astrológicos.
También parece que Rodolfo tenía cierta obsesión por los relojes y a él se le adjudica el acabado fino y las terminaciones de tinte esotérico del icónico Reloj Astronómico de Praga, situado sobre una de las paredes del ayuntamiento de la ciudad. Este reloj cuenta con un cuadrante astronómico, que además de las horas del día muestra la posición de la luna y el sol en el cielo y está rodeado por un calendario circular que representa los meses del año. Ah, y también tiene incorporadas cuatro figuras alegóricas animadas un tanto perturbadoras que se mueven con el correr de las horas: la avaricia, la vanidad, la lujuria y la muerte. Muy sereno todo.
Y escuchen porque acá la cosa se pone buena: dicen por ahí que esta obsesión de Rodolfo con lo oculto lo llevó a intentar atraer por todos los medios a la mayor cantidad de alquimistas y magos posible hacia su querida Praga. Su objetivo: generar un nuevo medio de protección sorpresivo e inesperado ante la posibilidad de una invasión del Imperio Otomano. Tal es así que el tipo mandó a construir una serie de túneles subterráneos por debajo de la ciudad con el único objetivo de que los alquimistas pudieran moverse libremente según se requiriera, a modo de milicias esotéricas.
Como para no quedarse corto, Rodolfo también decidió convocar a algunos de los más prestigiosos alquimistas europeos para ser parte de su noble corte. Así fue como llegaron a la ciudad figuras como John Dee, astrólogo y consejero personal de la reina Isabel I de Inglaterra, o Edward Kelley, alquimista y nigromante reconocido por su trabajo como médium. La influencia de estos personajes en la cultura local llegó a tal punto que hoy en día uno de los destinos turísticos más visitados de la ciudad es el callejón de oro, donde se dice que muchos de ellos habitaron mientras intentaban ayudar a Rodolfo a dar con la piedra filosofal.
Ah, y casi me olvido de este mito que me parece precioso: durante el reino de Rodolfo también se instauró la leyenda del Golem de Praga, una criatura de arcilla a la que a un rabino le habría dado vida a través de conjuros cabalísticos para transformarla en su mano derecha. Este mito no sólo fue cristalizado años después por el austríaco Gustav Meyrink en su novela El golem (1915) sino que durante la Segunda Guerra Mundial cobraría nueva vida a raíz de un ataque a soldados nazis que los locales adjudicaron a un golem justiciero invocado por el rabino Judah Loew.
Ya entrado el S. XX, imaginaos, pues, cómo una ciudad tan atenta a la importancia y las posibilidades del mundo invisible recibió el desembarco de una doctrina racional y empírica como lo fue el realismo socialista, corriente artística impuesta desde la Unión Soviética a toda su esfera de influencia. Su objetivo primordial era la expansión de la conciencia de clase a partir de un arte intrínsecamente revolucionario.
A pesar de que las corrientes vanguardistas estuvieron muy cerca del espíritu de la revolución durante los primeros años, sobre todo el constructivismo, al poco tiempo el Partido Comunista empezó a rechazar fervientemente a la mayoría de las vanguardias por considerarlas una expresión demasiado subjetivista, por lo que movimientos como el surrealismo, el dadaísmo y el impresionismo empezaron a ser censurados.
Durante estos tiempos sólo eran permitidas expresiones artísticas que abordaran “temas relevantes” para el partido, como el rol social del proletariado y reflexiones sobre las capacidades políticas del comunismo en el mundo. Contraintuitivamente para nuestra cosmovisión occidental, cualquier obra que se basara en la subjetividad de su autor era tildada de reaccionaria. Y esto siempre me resultó fascinante: para estar en línea, muchas de estas obras optaron por construir un protagonista colectivo en lugar de individual; la empatía no se construía con un solo individuo, sino con el pueblo.
Hay que decir que dentro de esta tendencia surgieron algunos de los directores de cine más influyentes de todo el S. XX, cuyas teorías sobre la generación de sentido a partir de los usos del montaje generaron un impacto trascendental incluso en el cine producido en Hollywood, diametralmente opuesto en lo ideológico pero no así en lo formal. Al frente de esta tropa se encontraba un tal Sergei Eisenstein, director de películas maravillosas y por demás recomendables como La huelga (1925) y Octubre (1928), pero sobre todo recordado por esa escena del cochecito que cae por las escaleras de Odessa perteneciente a El acorazado Potemkin (1925), cuyo final Brian De Palma rectificaría años después en Los intocables (1987).
Como parte de este frente fílmico también se encontraba el alguna vez mencionado Dziga Vértov, un documentalista absolutamente innovador que llevó al extremo las teorías de montaje de Kuleshov y que dedicó su vida a desarrollar la teoría kino-pravda (cine-verdad o cine-ojo), que aseguraba que la cámara tenía mayores posibilidades de representar la realidad que el ojo humano. Según Vértov, el cine de ficción (cine-drama, en sus términos) era el opio de los pueblos, por lo que estaba en contra de cualquier elemento de construcción narrativa ficcional, incluida la utilización de un guión.
Atravesado por la herencia de estos dos universos tan aparentemente disímiles, entre la magia y el realismo socialista, entre la fe y la razón, apareció en Praga un artista que dedicó su vida a construir uno de los corpus de obra más extraños y francamente inolvidables con los que puede uno toparse en esta vida: un señor de nombre Jan Švankmajer.
Habitar este mundo secular y desesperanzado se torna cada día más arduo, por eso es importante rescatar ciertas percepciones espirituales que nos permitan generar una cosmovisión que vaya más allá del mero pragmatismo utilitario funcional al capitalismo mercantil, neoliberal y globalizado, pero más importante aún es que pases por somosmate.ar y dejes unos morlacos para que podamos seguir creciendo y brindando contenidos que nos hagan sentir un poco menos solos en esta roca que flota a la deriva a través del espacio exterior 🪐
Surrealismo gótico
“La animación es magia y el animador un chamán.”
- Jan Švankmajer
El cine tiene la capacidad de crear imágenes indelebles; composiciones estéticas y sonoras que generan un impacto tal que es difícil sacárselas de la cabeza, por mucho esfuerzo que uno haga. Algo así fue lo que sentí la primera vez que me expuse a una de las animaciones de un tal Švankmajer, un corto que combinaba una gran variedad de estilos y recursos en pos de un resultado que se distanciaba de cualquier cosa que hubiera visto antes.
Entre 1964 y 1973, Švankmajer produjo unos quince cortos que terminaron de definir su voz, su tono y sus motivos narrativos y visuales donde básicamente se dedicó a combinar todas las técnicas de animación posibles: marionetas, dibujos animados, imagen real (acción en vivo), arcilla y animación con objetos, incluyendo piedras, panificados, escombros, juguetes y hasta esqueletos y cráneos. Pastiches estéticos y conceptuales construidos con atención a cada detalle.
Es probable que el carácter disruptivo con el cual el tipo abordó su obra tenga que ver con que sus principales influencias no venían del mundo del cine. Más allá de haber expresado su admiración juvenil por el constructivismo ruso, y en particular por las películas de Eisenstein y Vértov, el bueno de Jan siempre gustó de aclarar que a sus máximos referentes se los puede encontrar dentro de dos disciplinas: las artes plásticas y el teatro de marionetas.
En 1970, junto a su esposa, artista y frecuente colaboradora Eva Švankmajerova, Jan decidió afiliarse al Grupo Surrealista de Checoslovaquia, ya que ambos consideraban que la verdadera capacidad revolucionaria del arte se encontraba necesariamente dentro del surrealismo, un poco lo mismo que pensaba por esas épocas el querido Glauber Rocha. Por esta razón no es de extrañar que los artistas que más influencia ejercieron sobre la obra del checo hayan sido Max Ernst, El Bosco, Magritte y Arcimboldo, este último literal y visualmente citado en algunos de sus cortos.
También hay que decir que la República Checa cuenta con una vasta tradición de teatro de marionetas que terminó de forjarse a fines del S. XIX, donde la relación entre el marionetista y sus títeres es particularmente íntima y personal. Esta tradición dicta que cada titiritero debe tallar sus propias marionetas desde la madera y luego representar a cada uno de los personajes de la obra, en formato unipersonal, por un lado propiciando ciertos movimientos torpes que se volvieron una marca de estilo y por el otro dándole un rol central a la voz narradora.
La cosa es que ese mambo andaba curtiendo Švankmajer cuando terminó metiéndose en el mundo del cine casi de casualidad. Parece que el director checo Oldrich Lipsky estaba intentando adaptar las técnicas del Teatro Negro de Praga al medio cinematográfico y medio que no estaba llegando a buen puerto, por lo que decidió abandonar el proyecto. Ahí fue cuando la productora, Krátky Films, se dio vuelta y dijo: “che, ¿me traen a alguien que sepa de teatro?”. Fue entonces que entró en escena un joven que estaba mucho más interesado por las marionetas y las vanguardias que por el cine, nuestro querido Jan.
El flamante director no sólo se encargó de terminar el corto que Lipsky había dejado a medio hacer, titulado El último truco del Sr. Schwarcewallde y del Sr. Edgar (1964), sino que se copó con el medio y al año siguiente filmó y estrenó otros dos cortos donde poco a poco fue animándose a incorporar más recursos e influencias. Entre estos primeros intentos se destaca Juego de piedras (1965), que se convertiría en el primer estandarte de una larga lista de producciones cuyo recurso principal era la animación con objetos; en este caso, un acto de alquimia simbólica que transmuta simples piedras para cargarlas de significado y darles nueva vida.
A partir de acá fue que este buen hombre metió su racha de quince cortos donde fue forjando su propio estilo, con aproximaciones al mundo de la marioneta checa tradicional como Don Juan (1970) y con una pulsión por lo experimental que lo llevó a realizar producciones más radicales como Jabberwocky (1971), adaptación del poema de Lewis Carroll. Y todo marchaba relativamente bien hasta que alguno de los censores del Partido Comunista, alineado a los intereses y formas soviéticos, vio en la obra de Švankmajer algo demasiado cercano al surrealismo, por ende transgresor, que el realismo socialista imperante no podía permitir.
El bueno de Jan se encontraba filmando una alucinada versión de El castillo de Otranto, adaptación de la novela gótica seminal de Horace Walpole, cuando desde el estado le prohibieron continuar con el rodaje. Luego de este incidente, víctima de la censura, tuvieron que pasar casi diez años hasta que se le permitió volver a filmar. Ni bien tuvo la oportunidad, Švankmajer terminó su versión de Otranto para luego sumergirse en otro clásico de la literatura gótica: La caída de la casa de Usher de Edgar Allan Poe.
Según el propio director, la mitología y los motivos del gótico le permitían abordar las mismas pulsiones latentes que el surrealismo; formas e imaginarios diseñados con el fin de darle voz a un mundo más primordial y alejado de la razón y la empiria, que en un presente atravesado por la censura realista cobraban aún más potencia. Este género también le permitía tratar otra de sus obsesiones; como persona de ascendencia bohemia germánica, Švankmajer gustaba de reivindicar a la Praga mágica de antaño, esa ciudad donde el Golem de Meyrink o el Odradek de Kafka habitaban en fantástica y alquímica armonía.
En este retorno a la animación con su versión de Usher, el tipo volvió más provocador, más sensorial, más pesimista y más oscuro que nunca; la propuesta es un viaje hipnótico a través de los sentidos, alejado de cualquier intento de narrativa lineal. En la misma línea decidió profundizar esta etapa gótica con otra adaptación de Poe, El pozo, el péndulo y la esperanza (1983), corto donde extrañamente predomina el cine de acción en vivo como recurso pero este abordaje tradicional no vuelve al resultado menos perturbador.
Y acá llegamos a ese corto que me partió la cabeza y del que no hubo vuelta atrás, y claramente mi favorito dentro de su vasta y ecléctica producción: Dimensiones del diálogo (1982). Mezcla de animación con objetos y arcilla, el corto narra de forma alegórica las limitaciones que nos aquejan a los seres humanos a la hora de querer comunicarnos. Irónico, gracioso, magnético y un tanto perturbador. La verdad, más no se puede pedir.
Unos años después, y como para coronar la caída del muro en el ‘89, Švankmajer produjo otro de sus cortos más icónicos: La muerte del estalinismo en Bohemia (1990), indescriptible y fascinante relato alegórico sobre esos últimos 40 años de historia checa, desde el punto de mayor incidencia estalinista en el ‘48 hasta la caída de la Unión Soviética y su impacto cultural.
Tampoco podemos dejar de mencionar algunos de sus largos, como su pesadillesca adaptación de Alicia (1988), donde vemos a una niña real transformarse en una muñeca para vivir una aventura realmente oscura en stop motion, el conejo blanco es un animal embalsamado que se saca el reloj desde adentro de su cuerpo y muchos de los personajes que habitan este país maravilloso no son otra cosa que cráneos con patas. Hace mucho que no vuelvo a leer el libro de Carroll como para asegurarlo, pero se dice por ahí que esta es la adaptación más fiel jamás filmada.
Al poco tiempo metió otra adaptación, esta vez de una leyenda clásica de la europa germánica: Fausto (1994). Alejado del expresionismo y los claroscuros de la versión de Murnau (1926), acá el viaje se pone particularmente extraño y vemos a los protagonistas recorrer una Praga moderna, interactuar con marionetas y quedar obnubilados ante composiciones danzantes de arcilla animada. Una atmósfera densa y kafkiana para una adaptación que se acerca más a la versión de Goethe (1832) que al mito germánico original.
Para ir cerrando cabe destacar otro de sus largos, esta vez un poco más cercano en el tiempo. Estoy hablando de Insania (2005), película inspirada vagamente en dos cuentos de Edgar Allan Poe pero también en los relatos del Marqués de Sade. Con este entramado de fondo, Švankmajer construyó una obra que encarna la subjetiva de un autor que, después de haber sido perseguido y censurado por el estalinismo, ve cómo la invasión del capitalismo neoliberal, con secuelas de globalización, aculturación e imperialismo, destruye la Praga mágica de su infancia para sustituirla por un espíritu comercial y despiadado destinado al turismo y la explotación más descarada. Tercera posición, diríamos de este lado del charco.
No está de más mencionar que este buen hombre no sólo está vivo sino que su última película es bastante reciente. Insectos (2018) es una comedia surrealista donde el querido Jan vuelve a una de sus obsesiones recurrentes: manuales de ciencias naturales de una realidad alternativa. También hay que decir que su obra fue por demás influyente alrededor del globo, con un ejemplo mainstream claro en las ideas visuales del director inglés —y ex Monty Python— Terry Gilliam y más recientemente en películas como esa maravilla que es La casa lobo (2018) de los chilenos Cristóbal León y Joaquín Cociña.
Si se quedaron con ganas de más, os dejo dos recomendaciones: por un lado, hace un tiempo se publicó Para ver, cierra los ojos (2012) libro que recopila ensayos y entrevistas de y alrededor del director, acompañado por ilustraciones e imágenes de su obra, todo realmente una delicia; por el otro, la mayoría de los cortos mencionados y de sus películas en general pueden encontrarse de forma gratuita en el sistema YouTube, así que tienen como pa darse una oscura e inspiradora panzada.
Sin más, os deseo un buen viaje ✨
Agenda
4/11 - 21hs: La desgracia (Teatro)
@ Mateo Booz (San Lorenzo 2243, Rosario, Santa Fe). Entrada: $1000.4/11 - 21hs: Rodrigo Carazo + Juanito el Cantor (Música)
@ La Bicicletería (Calle 40 157, La Plata). Entrada: $1500.5/11 - 24hs: Bazofi presenta Bad Taste (1987) de Peter Jackson (Cine)
@ MALBA (Av. Figueroa Alcorta 3415, CABA). Entrada: $450.5/11 - 21hs: Sabrina Gallegos + Monjawannabe + Naxxira (Música)
@ El Observatorio (Independencia 1665, Santiago del Estero). Entrada: Gratuita.6/11 - 20.30hs: Noche Latinomericana // Madeira de Cheiro + Eugenia Sasso (Música)
@ Batacazo Cultural (Medrano 627, CABA). Entrada: $800.
¡Eso es todo, amigxs!
Gracias por compartir este viaje por el cosmos de nuestra cultura.
Por las dudas, vamos con un poco de data que nunca está de más aclarar:
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Santiago 👽
Santiago Martínez Cartier nació en Buenos Aires en 1992. Se define como escritor de ciencia ficción. Lleva seis novelas publicadas desde el 2014 hasta la actualidad. Colaboró como redactor en diversos sitios especializados en cine y literatura, como Hacerse la crítica, House Cinema y El Teatro de las Voces Imaginarias, entre otros. Produjo el audiolibro El quinto peronismo en formato radioteatro, adaptación de su novela homónima. Organizó eventos culturales y programó y presentó ciclos de cine. Supo tocar la batería y componer junto a las bandas Efecto Amalia y Gente conversando. Actualmente forma parte de la banda de Ire Paz. Palermo Dead (2021), una sucesión de relatos de terror que transcurren en un edificio maldito construido sobre el Cementerio de la Chacarita, es su último libro.