Corre la Guerra Fría. La Unión Soviética sufre la peor cosecha de trigo en más de cincuenta y cinco años. Surgen grandes protestas en Polonia por falta de trabajo y de comida y los soviéticos deciden invadir para reprimirlas. Los ejércitos de Cuba y Nicaragua crecen cada vez más. El Salvador y Honduras caen bajo control soviético. Partidos ambientalistas toman el control del parlamento de Alemania Oriental y demandan la retirada de armas nucleares del suelo europeo. En México estalla una revolución. La OTAN se disuelve. Ahora, Estados Unidos queda parado solo frente al mundo.
Parece un día como cualquiera en la pequeña y apacible ciudad de Calumet, Colorado, pero no lo es. Mientras los jóvenes asisten a clase y los adultos atraviesan otra jornada laboral, el cielo se inunda de hombres que caen en paracaídas. Hay quienes salen a recibir a los recién llegados con curiosidad e inocencia. La respuesta son las balas. Algunos pobladores quedan paralizados por el shock y caen rendidos bajo el fuego cruzado, otros logran escapar.
Un grupo de jóvenes se aleja hacia las afueras. Mientras huyen, pueden ver estandartes rojos y escuchan a los invasores hablar en ruso y español. Llegan a la conclusión de que se trata de un esfuerzo conjunto de los ejércitos de Rusia, Cuba y Nicaragua. El comunismo internacional unido y organizado. Huir no es suficiente, resuelven los jóvenes al alejarse del foco de conflicto: hay que luchar y defender las ideas de la libertad, hasta las últimas consecuencias.
No, esto no es un sueño húmedo de nuestro presidente sino el argumento de Red Dawn o Los jóvenes defensores (1984), película co-escrita y dirigida por un tal John Milius. A pesar de que su nombre resonó bastante menos que otros de su generación, Milius fue una de las piezas clave del Nuevo Hollywood, esa renovación del cine estadounidense que comenzó a mediados de los ‘60 y que tuvo como referentes a directores como Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, George Lucas y Brian De Palma, entre un variado etcétera.
Obsesionado con la solemnidad y la profundidad del cine de Akira Kurosawa pero también con el arquetipo de virilidad fuerte y republicana del ex-presidente Teddy Roosevelt, John Milius empezó a ganarse cierto renombre dentro del entonces agonizante sistema de estudios luego de su lúcido trabajo de revisión y reescritura de guión para la Dirty Harry (1971) de Don Siegel. Allí, Milius supo aportar una cuota de frescura y coloquialidad a los diálogos para terminar de darle forma al carácter icónico del rudo (y un tanto racista) inspector interpretado por un joven Clint Eastwood.
Este trabajo le valió nuevas oportunidades y cierto prestigio como guionista. Así fue cómo, poco tiempo después, logró un récord absoluto al vender un guión por más de 300 mil dólares. Se trataba de The Life and Times of Judge Roy Bean (1972), un western que abordaba las tribulaciones de un juez que supo impartir justicia en el Lejano Oeste a fuerza de la horca. Milius pretendía dirigir la película y otorgarle al actor Lee Marvin el rol protagónico, pero la productora tenía otras ideas. Decidieron poner como director a un histórico como John Huston y como protagonista al carismático Paul Newman, por lo que Milius les dijo “todo bien, pero el precio es otro” y así se llegó a la suma récord.
Su primer trabajo como director fue la muy recomendable Dillinger (1973), pero puede que su mayor contribución a la historia del cine no haya sido desde la dirección sino desde la escritura. Resulta que la productora American Zoetrope le había ofrecido unos buenos mangos para trabajar en un guión sobre la guerra de Vietnam, al que George Lucas estaba asignado como director. Estamos hablando, por supuesto, de Apocalypse Now, esa visceral adaptación de El corazón de las tinieblas (1899) de Joseph Conrad donde el conflicto colonial y las profundidades del Congo pasaban a ser las desventuras de una partida del ejército yanqui abrumada y desorientada en la selva vietnamita.
Ante el fracaso comercial de THX 1138 (1971), ópera prima de George Lucas, los planes de producción se demoraron y Francis Ford Coppola tomó el control del proyecto. Para disgusto de Milius, Coppola decidió reescribir el guión. “Él quiso arruinarlo y volverlo más liberal”, declaró Milius al ver cómo su panfleto patriótico se transformaba en una película evidentemente anti-bélica. Ah, sí, parece que el bueno de John había intentado enlistarse en el ejército pero su condición de asmático se lo había impedido, por lo que durante su carrera buscó reponer este sentimiento del deber patrio a través de sus películas.
A contrapelo de la cosmovisión imperante en Hollywood, siempre progresista y liberal (en términos estadounidenses), Milius se presentaba como un defensor de los valores republicanos, un fiel creyente en la libertad de mercado y un fanático empedernido de las armas. No sólo se lo podía ver armado y acompañado por perros de caza en cada lugar que decidía visitar, sino que era famoso por llevar armas a sus reuniones de trabajo y por apoyarlas sobre la mesa si la situación tomaba un curso que no era de su agrado. Un tipo orgulloso de la masculinidad arquetípica que había decidido construir y crítico de las formas de la mayoría de sus pares, a quienes consideraba un tanto blandengues. Según algunos allegados, Milius disfrutaba de poner incómodos a sus interlocutores al declararse en contra de todo movimiento contracultural y tendencia política progresista; un verdadero hipster de eso que ahora se conoce como “la rebeldía de derecha”.
Todo esto para decir que su prometedora carrera como parte fundacional del renacido Hollywood le dio la oportunidad de dirigir una superproducción que generó un impacto cultural mucho mayor al esperado; una película que inspiró varias secuelas e incluso algunas copias de bajo presupuesto. Conan the Barbarian (1982) narra las aventuras de un guerrero bárbaro (Arnold Schwarzenegger) en busca de venganza por la prematura muerte de sus padres en manos de Thulsa Doom (James Earl Jones), el líder de un culto mágico a las serpientes. Una adaptación a la Milius, léase teñida por una sensibilidad militar para con la puesta en escena, del cómic creado por Robert E. Howard para Marvel.
La película hizo escuela y se transformó en el ejemplo más reconocido de ese subgénero de la fantasía épica conocido como “espada y brujería” y el Conan de Arnold, en una de sus primera apariciones en la pantalla grande, consolidó el modelo de hombre fuerte, musculoso y parco que toda una generación colgó de sus paredes. Como parte de esos niñatos en que la película caló hondo se encontraba el presidente Javier Milei, que por entonces contaba con unos tiernos once años de edad.
No sé si habrá sido ese poderoso y agresivo perro que asesina en un primer momento al padre del protagonista o ese culto a las serpientes que luego replicaría simbólicamente en su prédica libertaria, pero algo de esto lo llevó a bautizar en honor a Conan a su primer hijito de cuatro patas. Un homenaje al hombre más hombre que jamás haya habitado entre los hombres y a ese espíritu ochentoso y maniqueo signado por el devenir de la Guerra Fría.
“Es un dibujo animado cuando se trata de política, no hay progreso alguno en su forma de pensar. La derecha por la derecha misma. Todo eso que solía decir sobre el libertarianismo todavía lo cree. No ha crecido como hombre en ese sentido”, así definió a Milius su colega Oliver Stone, guionista de la primera versión de Conan y conocido mundialmente como otro de esos tipos que flasheó #LatinoaméricaUnida desde EE.UU. y con un poco de complejo de salvador blanco, muy a la Sean Penn. Será por eso que sobre Milius también dijo: “Yo para él era un zurdito, él para mí era un derechista loco por las armas, pero sabíamos reírnos juntos”.
Ya que andamos por estos pagos, algo que no podemos dejar pasar es esa deriva que desembocó en Héctor Olivera dirigiendo exploits de Conan adentro de un galpón en Don Torcuato, cuestión que hemos abordado allá por los orígenes de esta noble publicación. Una ecléctica asociación entre el productor Roger Corman, padrino de todo el Nuevo Hollywood y figura fundamental de la historia del cine, y la productora Aries Cinematográfica Argentina, destacada por producir tanto películas que reflexionaban sobre la historia nacional reciente (con un tinte gorila-radical) hasta comedias con Olmedo y Porcel.
Olivera, que junto con Fernando Ayala era una de las cabezas de la productora, fue el elegido para dirigir dos de estos sword and sorcery de explotación: Barbarian Queen (1984), donde tres amazonas deben luchar contra el guerrero que destruyó su pueblo, y Wizards of the Lost Kingdom (1985), donde un guerrero ayuda al hijo de un mago asesinado a luchar contra un malvado brujo, un poco Conan pero distinto. Como si no bastara, Aries produjo otras dos películas similares dirigidas por gringos, una de las cuales protagonizó el David Carradine de Kung Fu. Hombres musculosos, hechizos baratos y mujeres con atuendos exóticos en paños menores. Lo que nunca me va a dejar de sorprender es que Olivera metió este combo de películas entre No habrá más penas ni olvido (1983) y La noche de los lápices (1986). Historia argentina de la buena.
Dicho lo cual y derivas aparte, no sería exagerado considerar a John Milius y a sus personajes como un antecedente de lo que el devenir del lore web terminó de asentar como la cultura filmbro. Por si nunca te cruzaste con el término, creo que Urban Dictionary lo define con gran altura: “Persona que se considera a sí misma un gran nerd del cine, aunque tiene un conocimiento superficial de las películas. Entre sus favoritas se encuentran joyas infravaloradas como The Dark Knight, Pulp Fiction, Inception y Jurassic Park”.
En otras palabras, en su acepción original el filmbro es aquel que se identifica fácilmente con películas que abordan a personajes masculinos muy masculinos y el comportamiento de dicho hombre en sociedad, con algunos títulos de Tarantino o Nolan como ejemplo paradigmático. Ahora bien, cuando esa masculinidad es puesta en crisis lo más probable es que el filmbro malinterprete el sentido de la película y termine por empatizar con personajes que el propio argumento problematiza, como ocurre con Fight Club, Taxi Driver o American Psycho (que no se enteren que la dirigió una mujer).
Si bien es cierto que el significado del término fue mutando y que en las redes hoy se usa como sinónimo de “cinéfilo pretencioso” en general, la cultura filmbro no sólo no desapareció sino que sus puntos de vista reaccionarios pasaron a ocupar un lugar natural dentro de la discusión fílmica. Uno de los últimos casos reconocibles fue ante el estreno de The Northman (2022) de Robert Eggers, película que retoma la historia en que se inspiró el Hamlet de Shakespeare para construir una épica sobre el absurdo de la masculinidad tóxica, cosa que ya había hecho con tintes tan cómicos como mitológicos en The Lighthouse (2019). Parece ser que los filmbros vieron músculos, hechizos y mujeres rubias y dijeron “esta es de la nuestras”, obviando por completo el sentido de la película.
Tal vez este cúmulo de representatividades masculinas arquetípicas y ejemplares nos ayude a entender cierta obsesión del presidente (y los suyos) con memes y photoshopeos que tratan de acercar su estética personal a estos parámetros, y también su preocupación constante porque el mundo sepa cuánto mide y cuánto calza; la construcción del Milei “Chad”, en términos incel. Un trauma cinéfilo que, al igual que su obsesión con destruir un comunismo soviético que no existe desde hace más de treinta años, comprueba que en su cabeza el tipo sigue viviendo en los años ‘80, o al menos en una película de John Milius.
Conan no es sólo un nombre, es una evocación al tipo de hombre que Javier Milei siempre quiso ser. Los significantes muchas veces pueden no ser más (ni menos) que un deseo.
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Santiago 👽
Santiago Martínez Cartier nació en Buenos Aires en 1992. Se define como escritor de ciencia ficción. Lleva seis novelas publicadas desde el 2014 hasta la actualidad. Forma parte de Criolla Editorial. Colaboró como redactor en diversos sitios especializados en cine y literatura, como Hacerse la crítica, House Cinema y El Teatro de las Voces Imaginarias, entre otros. Produjo el audiolibro El quinto peronismo en formato radioteatro, adaptación de su novela homónima. Organizó eventos culturales y programó y presentó ciclos de cine. Palermo Dead (2021), una sucesión de relatos de terror que transcurren en un edificio maldito construido sobre el Cementerio de la Chacarita, es su último libro.